Saludos de nuevo, amigos y amigas lectores de España, Portugal, Irlanda, Paises Bajos, Alemania,Venezuela y Colombia, que me habéis seguido en la última semana. Me alegra ver que la aventura de Liduvel viaja cada vez a más lugares, y que os interesa su historia.
Vamos a por un capítulo que parece de transición, pero que tiene su importancia. Teresa se está recuperando y al ver que sus ruegos son escuchados, desea que su hija sea feliz y tenga una vida plena. 
Liduvel, llevada por sentimientos humanos, espera que su juicio se retrase para poder cumplir sus deseos, y si no puede ser, al menos, que Lea tenga tiempo para cumplirlos. Daniel está ahí para consignarlo todo en su informe, pero hay otros que atiende el ruego de la diablesa, los escuchadores...
Hasta la próxima semana, un saludo desde este rincón del mundo.
 22.
 Días después de la operación,
 Teresa se sentía mucho mejor. Tenía muchas más ganas de hablar y
 hacía todo lo posible por recuperarse, incluso comer aquellos
 insípidos purés y sopas, aunque no le gustaran. Liduvel la
 comprendía. Después de haber probado lo que ella cocinaba,
 cualquier otra cosa le parecía incomible. Entonces le prometía que
 si se lo comía todo, le traería a escondidas un pastel de
 chocolate. Teresa sonreía con ternura.  Su hija la cuidaba como si
 fuera un bebé. Tenía muchos motivos para ser feliz. Todo su mundo
 había cambiado: tenía esperanzas de vivir y su hija estaba tan
 cambiada que no podía creerlo.
 —¿Sabes
 una cosa? Cuando me desperté de la operación y te vi ahí, al pie
 de la cama, pensé que había muerto—
 le confesó Teresa una noche, cuando todo
 estaba en silencio y estaban solas en la habitación.
 — ¿Por
 qué? ¿Te parecí la muerte en persona? Ya no estoy tan delgada—
 bromeó Liduvel, estirando de su ropa, que ya
 no le quedaba tan grande. Teresa se rió.
 — Parecías
 un ángel. Un ángel un poco raro, eso sí. Te
 vi con un cabello precioso, largo y de un vivo color rojo. Tus ojos
 eran muy grandes, rasgados y del mismo color rojo que su cabello, y
 tenías unas alas enormes, oscuras y sedosas, pero aún así eras un
 ángel bellísimo. No podía apartar los ojos de ti—le
 contó Teresa, recordando aquella hermosa
 visión.
 — Tienes
 razón. Soy un ángel un poco raro—
 sonrió Liduvel. Sabía que al estar rozando el
 momento de la muerte, la había visto tal como era en realidad, pero
 siempre podía atribuirlo a la anestesia.
 — En
 los últimos meses desde lo alto me han colmado de milagros. No sé
 si los merezco, pero los había pedido con toda mi fe. Ojalá
 tuvieras fe, hija.— musitó Teresa, palmeando
 su mano. 
 
 Liduvel sonrió. No había ser
 en el mundo que tuviera más fe que ella. Había visto maravillas
 que ningún ser humano creería. Pero buceando en los recuerdos de
 Lea, supo que no creía en nada, ni en ÉL ni en la humanidad. Decía
 que si ÉL existiera, no permitiría que unas criaturas torturaran a
 otras, sin intervenir. Lea no tenía en cuenta el libre albedrío
 concedido a la humanidad, causante de la mayoría de decisiones
 equivocadas, de las que invariablemente se acusaba directamente a
 ÉL, por no hacer nada al respecto. Los humanos raras veces
 utilizaban su inmerecida libertad de criterio para hacer el bien.
 — Claro
 que tengo fe, Teresa. Puedo jurártelo. Es
 inútil que rece, porque a mí no me escuchan. Para ellos (miró
 hacia arriba para hacerse entender) resultaría un poco chocante que
 yo pidiera milagros. Me he portado fatal a lo largo de mi vida, no
 tengo ningún derecho a pedirles nada. Pero a ti sí te escuchan. A
 la gente buena siempre la atienden. Lo que ocurre es que sois mucha
 gente pidiendo, y hay pocos escuchadores. Siempre andan escasos de
 personal allá arriba, porque son muy exigentes y no admiten a
 cualquiera—
 le explicó Liduvel, hablando en serio.
 Conocía por referencias las
 estrictas selecciones de personal. Un aspirante debía estar mucho
 tiempo perfeccionándose y purificándose, antes de permitirles
 trabajar codo a codo con los ángeles. En el Lado Oscuro no eran tan
 exigentes con el personal. Todo el mundo sabía actuar mal, meter la
 pata, provocar desastres que pudieran perjudicar a alguien, y
 realmente de eso se trataba su trabajo, de hacer tanto mal como
 pudieran.
 Teresa se rió ante el
 comentario. Le dolía un poco la cicatriz, pero la angustia que
 sentía antes de operarse había desaparecido como por arte de
 magia. A pesar de saber que el tratamiento continuaría durante
 mucho tiempo y sería duro, por primera vez en mucho tiempo sentía
 que tenía aún años por delante, y una familia de verdad para
 vivir a su lado. Estaba feliz.
 — Ya
 que me escuchan desde lo alto, ahora voy a
 rogar no para mí, sino para ti. Pido que tengas unos buenos
 estudios para que tengas un buen empleo. Que tengas a alguien que te
 quiera, para que no te sientas sola como yo me he sentido siempre.
 Que dejes atrás tu pasado, como si no hubiera existido.—
 pidió entonces Teresa, adormeciéndose
 mientras hablaba, pues estaba aún muy débil.
 — Eso
 depende de muchas cosas. Sobre todo del tiempo que me concedan—
 susurró Liduvel, sabiendo que ella ya no le
 escuchaba. Le acomodó la almohada y tocó su cabello suave—
 Me encantaría de que cumplieran tus deseos, y me quedaría junto a
 ti hasta el fin de tus días. Podría acostumbrarme
 a esa vida. 
 
 Por un instante pensó que los
 trámites para su juicio podían retrasarse años (en contabilidad
 humana). Mientras tanto estudiaría –o fingiría estudiar, porque
 lo sabía todo-; conseguiría un buen trabajo, con el que podría
 comprar un piso más decente a Teresa, o al menos hacer reformas en
 el que vivían y renovar el mobiliario desgastado; seguramente
 habría algún humano al que podría llegar a apreciar, aunque quizá
 no supiera amarle (porque lo que ella creía sentir por Axel no
 había sido amor en realidad). Quizá incluso con aquella funda
 mortal pudiera tener hijos (el dolor del parto no podía ser peor
 que los múltiples dolores de la abstinencia a la droga o el
 tortuoso fuego del infierno que nunca consume), y educarlos con toda
 la sabiduría de eones de experiencia (que ellos despreciarían
 olímpicamente, como hacían todos los hijos con los consejos de sus
 padres). 
 
 Al llegar a este punto sonrió,
 incrédula, pues no creía que dispusiera de tanto tiempo en el
 mundo humano. No solo por la relativa celeridad de los trámites
 para su juicio, sino por lo deteriorado que estaba aquel joven
 cuerpo maltratado. No había suficiente tiempo para complacer los
 deseos de la pobre Teresa, que nunca jugaría con sus nietos en los
 jardines del barrio, cuidando que no se pincharan con una
 jeringuilla usada. 
 
 No debía implorar por su
 destino, pero sin darse cuenta se encontró rogando por la
 desventurada Lea, pidiendo tiempo de vida para ella, y así cumplir
 los sueños de su pobre madre. 
 
 Liduvel no creyó que nadie
 atendiera su petición, pero la curiosidad pudo a los escuchadores.
 El ruego de una diablesa por dos mortales, madre e hija, fue
 escuchado con gran atención, y valorado como se debía en las
 alturas.
 Daniel,
 gratamente impresionado, anotó en su diario: «Quizá
  por primera vez en todo el tiempo que permanece sobre el mundo,
 Liduvel ha empezado a desear vivir dentro de la humana Lea no solo
 para conseguir su objetivo, sino para complacer a la madre de Lea,
 en su nombre. Hacer feliz a esta mujer – que para nuestro asombro
 empieza a sentir como madre- se ha convertido en su objetivo
 principal. Incluso ha rezado por la humana Lea, para que le sea
 concedido tiempo y salud. Debería consultarlo en los archivos
 eternos, pero creo que se haya producido jamás un hecho semejante».
 Lo miró
 dos veces y pensó que se notaba demasiado que era parcial, pero no
 podía evitarlo. Esa era la sincera impresión que le producía
 observar a Liduvel. Además, Gabriel le había pedido que fuera
 sincero, que se dejara guiar por su intuición y sobre todo, que no
 perdiera detalle y anotara cada observación y cada sensación. Así
 lo cumplía.
 Miró en
 silencio aquella funda humana que un día fue Lea, y con toda
 claridad distinguió a la hermosa Liduvel a través de ella.
 Brillaba de forma tan llamativa que le extrañaba que los humanos no
 pudieran advertirlo. Era bellísima, y, al igual que Teresa, no
 podía dejar de mirarla.
 Las buenas
 intenciones que empezaba a manifestar, la hacían brillar con una
 luz que ya no era demoníaca.  Su aura estaba cambiando.  Desafiando
 a la prudencia que le caracterizaba, lo consigno también en su
 informe.
(continuará) 

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