FELIZ SAN VALENTIN







Seguimos, amigos y amigas, con los ejercicios propuestos por Javi García en el Club de Escritura Creativa. En esa ocasón, llegado el mes de febrero y por lo tanto la festividad de San Valentín, que nos propuso escribir una carta de amor... o de desamor.
¿Y por qué no, me dije, unir ambas cosas? ¿Dónde está la frontera? ¿En qué momento acaba el amor y empieza la indiferencia o incluso el odio? ¿Y si el culmen del amor fuera precisamente la separación, conceder al libertad a la pareja, para que viva según esos deseos que ha manifestado durante casi toda la unión?
Pues así, con estos preliminares, nació mi composión. A ver si os gusta.

"FELIZ SAN VALENTIN

Querido Pablo:
Seguro que cuando has visto la carta encima de la mesa habrás pensado: «Ya está la tonta con sus chorradas de San Valentín». La habrás dejado allí mientras cogías una cerveza de la nevera y comprobabas que no tenías nada para cenar ni allí ni en el microondas. Entonces te habrás extrañado y la habrás abierto, a ver si te revelaba algún dato sobre mi injustificada ausencia. Pues en efecto, se trata de mi regalo de San Valentín. Mi último regalo es anunciarte que te he dejado.
No es que no te quiera. Por eso he resistido veinte años a tu lado. Es que me he cansado de vivir dejando atrás mis sueños, de los domingos de fútbol y de no salir a ningún lugar divertido, al menos sin llevarte detrás, quejándote y con mala cara. Estoy harta de quedarme en un rincón, esperando que la vida me ofrezca algo más. Y sobre todo, odio que olvidaras por sistema todas las fechas importantes. Ya no hablo del «Día de los Enamorados», que para ti «es una tontería, porque el día de los enamorados se celebra todos los días del año». Por eso te has librado de regalarme ningún detalle desde que nos casamos. Obvias deliberadamente nuestro aniversario de boda y vas, a última hora, de mala gana y sin acertar ni una sola vez, a comprarme algo para mi cumpleaños o para Navidad. No se trata de que sea materialista, pero me gusta recibir un detalle, como a todo el mundo, y soy muy fácil de contentar... si escucharas alguna vez cuando te hablo de lo que me gusta.
Hoy, aprovechando que tenías todo el día ocupado entre el trabajo y la partida de cartas de los miércoles, me he decidido. ¿Recuerdas mi flamante carrera universitaria? Te burlaste, diciéndome que estaba ridícula estudiando con todos esos jovencitos. Pues resulta que me va a venir de perlas para tener un empleo, pero como todo en España está todo tan mal, me buscaré la vida como mis compañeros, en algún lugar de Europa. Te lo cuento por si te da por buscarme. Ni te lo plantees, porque según tú, «no cogerías un avión ni aunque te anestesiaran y jamás viajarías al puto extranjero, cuando hay tantas cosas que ver aquí en España» (cosas que tampoco hemos visto, por tu amor incondicional por tu sofá, tu televisor y tus cervezas).
No es que no te quiera, repito. De hecho, te regalo lo que más has deseado en estos años: tu añorada libertad. Envidiabas a tus amigos solteros y divorciados, pues ya formas parte de ellos. Espero que te vaya bien, aunque te aconsejo que pierdas esa barriga cervecera y recuperes aquel encanto perdido que te hizo conquistarme, porque si no, no te vas a comer ni una rosca.
Feliz último San Valentín, Besos y mucha suerte en tu segunda oportunidad.
Liberada "

Besos y hasta la próxima entrada!!





EL PODER DE LA MENTE


De nuevo debo pedir disculpas por este cruel abandono de mi blog durante meses. Vivo constantemete estresada y no tengo tiempo de nada. Pero hoy que tenía un momentito, vuelvo para compartir este relato que escribí para el Club de Escritura Creativa La Virgulilla. 

El ejercicio consistía en una conversación entre un cliente y un banquero, con ciertas palabras prohibidas y una frase obligatoria. Os lo recuerdo porque os pueden extrañar algunos giros. que eran obligatorios para el ejercicio.

Espero que os guste y deseo de todo corazón poder compartir con vosotros otro relato muy pronto.

Besos, lectores y lectoras!!






EL PODER DE LA MENTE

Solicitar un préstamo sin unos ingresos estables ni un aval, es un suicidio. Imposible.
No tengo la culpa de que mis viejecitos se mueran. Pero nunca me falta gente para cuidar. Lo hemos intentado todo. El otro día denegó a mis padres un préstamo para pensionistas. Ellos cumplían todas las condiciones y les dijo que no, sin pestañear.
La pensión que reciben es insuficiente para afrontar las cuotas. Y usted no puede ser su avalista con sus ingresos.
Nunca hemos dejado de pagar nuestras deudas. Pero ahora hemos sufrido muchos imprevistos. El nivel de vida no deja de subir y las pensiones no. Mis padres tienen que pagar las medicinas, que cada vez son más... Debe valorar la honradez de sus clientes, no el dinero que tienen en la cuenta.
Usted no entiende todos los entresijos de la banca. Tengo las manos atadas.
La conversación de besugos continúa por esos derroteros durante el interminable plazo de diez minutos, durante los cuales, la angustia vital se va incrementando y con ella, va creciendo el fuego interno que inflama el cerebro de Anamar, hasta hacerlo estallar en llamas, mientras procesa palabras huecas como créditos, vencimientos, renta garantizada, comisiones...
Tengo un aval que no me puede fallar —asegura ella, quemando su último cartucho.
Haberlo dicho antes. ¿De qué se trata?
Las cartas del tarot me han revelado que ganaré el nuevo concurso para cantantes de la tele. Lo consulté hasta tres veces. Estoy tan segura que me presentaré mañana al casting.
...
Ya sé que no me cree, pero todo está en las cartas, si sabes interpretarlas.
¡Vale! Hasta aquí hemos llegado. No me haga perder más tiempo, por favor.
Ganaré el concurso. Seré la nueva Susan Boyle. Conseguiré contratos. Y usted me rogará que ingrese mi dinero en su puto banco.
De acuerdo. Hablaremos entonces. De momento, salga de mi despacho.
Vale. Empecemos de nuevo. No tengo más remedio que hacer esto, y le va a doler.
Voy a llamar a seguridad —advierte él, levantándose. Ha advertido el peligro en su voz.
¡Siéntese y escúcheme! —exclama Anamar y su orden suena como el chasquido de un látigo. El señor Pérez, director de la sucursal de una importante entidad bancaria, se sienta de golpe y se queda mirándola con un gesto asombrado. Es como si alguien le hubiera empujado hacia su cómodo sillón, pero ella no se ha movido ni un centímetro.
¿Qué demonios...?—masculla, incrédulo, sin poder levantarse a pesar de sus esfuerzos.
Eso dice mi madre, que estoy endemoniada, porque a veces pasan cosas cuando me enfado o cuando estoy muy asustada. Ahora mismo reúno las dos condiciones para que usted no salga vivo de aquí, pero tiene familia que no se merece perderle, aunque sea un cretino.
¡Llamaré a seguridad!—repite él, con un hilo de voz. Ni sus cuerdas vocales ni su brazo funciona. No puede llamar por teléfono. Siente un ahogo muy difícil de explicar.
No lo hará. Solo moverá esa mano tan fina con su manicura perfecta, para firmar el documento que me conceda el préstamo. Si alguien le recrimina que fue una decisión arriesgada, le dirá que cree en mí, que pagaré aunque me muera de hambre, hasta que llegue mi momento y sea famosa. Mientras tanto, mis padres, unos pensionistas que han pasado su vida entre el trabajo y la iglesia, no perderán su casa por no poder pagar la hipoteca.
¡No puedo hacer eso! ¡No sé qué me está haciendo, pero no podrá conmigo!
Si que podré. Porque no saldremos de aquí hasta que firme. Y le aseguro que si una vez me marche, rompe o anula esos documentos, no llegará a salir vivo de esta puta sucursal.
Por un momento se celebra un duelo de voluntades. Él es demasiado racional para creer que esa chica mojigata que se viste como la beata de su madre, sea una nueva versión de la sangrienta Carrie de Stephen King, pero todo apunta a que así es. Lo que tiene claro es que está loca y que acabará con él si no firma esos documentos. Traga saliva, valorando sus posibilidades.
Piénselo un instante. ¿Cómo le tengo sujeto? Con el poder de mi mente, señor Pérez. El mismo poder que uso para leer mis cartas y ver mi brillante futuro. No tengo muchos estudios. He trabajado desde muy joven para ayudar a mis padres, gente pobre pero honrada, que no han hecho daño a nadie en su vida. Yo, por desgracia para usted, no soy tan buena. He pasado la vida temiendo la cercanía de la gente, aunque luché por ser normal y formar una familia. Ahora tendré mi momento de gloria. Y usted obtendrá sus beneficios por haber firmado ese documento. Pero si no lo hace, usted morirá y yo me dirigiré a otro banco. Decida —le da el ultimatum con voz calmada.
De acuerdo. Firmaré. Esto es muy extraño, pero lo haré. Defenderé ante mis superiores la conveniencia de este préstamo. Incluso la avalaré personalmente, si no hay otro remedio. Y más le vale ganar ese puto concurso, o la hundiré en la miseria y a sus padres con usted.
Anamar sonríe triunfante. Desde que desarrolló su poder en sus largas horas en soledad, nada se le resiste. Incluso los viejecitos que cuida están mejor de la memoria. Mientras él estampa su temblorosa firma en los formularios, ella comienza a pensar en el casting. No puede llevar sus faldas largas hasta la pantorrilla ni sus blusas abrochadas hasta el cuello. Ha llegado la hora de vestir ropa moderna y de liberar esa gran voz que solo suena en la ducha o en la iglesia.
Cuando sale a la calle, con su préstamo concedido, respira hondo y saborea el instante.
Este mundo es una puta mierda, pero ya no tengo miedo —se repite como un mantra.