UNA FUGITIVA UN TANTO ESPECIAL (CAPITULO 24)




Hola de nuevo, lectores y lectoras. 

Vamos a adentrarnos en un capítulo muy intenso y violento. El pasado de Lea Pineda ha alcanzado a Liduvel, a Simón y a los chicos del equipo de fútbol, que se mantienen en un frágil equilibrio entre el bien y el mal. La antigua pandilla de Lea vuelve al barrio, en busca de clientela para su droga, pero Liduvel no va a permitir que acampen a sus anchas. Va a usar de todas sus armas, incluso sabiendo que no debe y que puede perder todo el terreno ganado. Porque Liduvel no es una diablesa cualquiera y está ejerciendo de ángel custodio, aunque utilice métodos poco convencionales.

Hasta el próximo capítulo, lectores y lectoras.


    24.
    Fiel a su palabra dada a Teresa, Liduvel limpiaba escaleras antes de acudir a clase, cumplía a duras penas con su trabajo de mensajera a horas sueltas, acompañaba a Teresa en el hospital y cuando Gustavo la relevaba, acudía un rato al entrenamiento de los chicos del padre Simón, antes de limpiar el resto de escaleras de Teresa. El resultado de toda aquella frenética actividad, era que aquel cuerpo maltrecho se agotaba y caía rendido.

    Su mejor momento del largo día era cuando asistía a los entrenamientos del equipo de fútbol que había formado Simón. Allí se sentía feliz y no la asaltaban sus funestos presentimientos, que le hablaban de que su tiempo se acababa. El poder la premonición era algo que jamás había experimentado, pero había otras muchas sensaciones nuevas que no conocía, después de eones de existencia.

    Se empeñaba a fondo con los chicos, entrenándolos como una profesional. Los niños, que al principio se sentían humillados a causa de sus profundas creencias machistas, finalmente se rindieron a la evidencia de que podían aprender mucho de ella, y empezaron a mejorar. Simón, que tenía más voluntad que técnicas de entrenador, estaba asombrado de su evolución, pero también de la actitud de la diablesa, en la cual no veía ni resto de maldad.
     
    Fue en aquellos entrenamientos donde Liduvel recuperó los pocos recuerdos gratos de Lea, quien jugó al fútbol hasta los doce años, cuando le prohibieron seguir jugando con los chicos. Sintió que aquel había sido todo su mundo y su gran ilusión. Los golpes recibidos durante la niñez y las huidas durante la noche con su madre no habían podido hundirla, pero robarle su sueño de jugar al fútbol, había provocado en ella una frustración que no pudo superar. Su rebelión contra el mundo fue de mal en peor hasta los quince años, cuando se enganchó a la droga y perdió todo lo bueno que había en su vida. Liduvel comprendió a la abrumada Lea, y sintió pena por ella. A través de sus recuerdos supo que cuando todo su mundo se había derrumbado, no encontró otra ilusión que sustituyera a su sueño roto.
     
    Liduvel valoró con crudeza aquella cadena de acontecimientos. Si Lea hubiera nacido en una gran ciudad, donde empezaban a tener equipos de fútbol femeninos, todas sus desdichas no hubieran llegado a alcanzarla. Lea no hubiera sido una víctima tan propicia para ser tentada al suicidio y por lo tanto no sería la protagonista tácita de aquella historia. Teresa habría muerto irremediablemente de cáncer, porque ella (Liduvel) se hubiera introducido en otra persona y no hubiera llegado a conocerla y ayudarla. Liduvel concluyó que todo debía ocurrir precisamente como había transcurrido, porque ÉL actúa siempre con propósitos misteriosos y caminos retorcidos. Siempre le gustó jugar con sus criaturas.
     
    Entonces, en aquel punto de la historia, cuando Liduvel tenía demasiado trabajo para verlo venir, llegó una pandilla a su vida, como venida del mismo infierno, aunque para ellos no era necesaria para nada la intervención del lado oscuro, pues ellos solos se bastaban. Eran los antiguos amigos de Lea Pineda, todos ellos enganchados a la droga, volviendo a sus orígenes al acecho de los niños que iban a ser sus potenciales clientes.
     
    Ella notó que algo malo ocurría cuando sintió una nube negra oscurecer el campo de fútbol, aunque el cielo estuviera despejado. Apenas vio separarse a los chicos más mayores y desaparecer tras unos carteles que anunciaban la proximidad de la inauguración de un hipermercado en el barrio, les siguió.
     
    Sus ojos expertos captaron de inmediato el trapicheo. Acudiendo a su particular archivo de recuerdos de Lea, reconoció a su antiguo novio, Adrián, quien dirigía a los indeseables que intentaban captar a los niños. Pensó que Lea tenía muy mal gusto por cambiar a Alex, su radiante y amable noviete de instituto por aquel tipo oscuro y violento, con pómulos demasiado marcados y ojos hundidos, vestido completamente de negro, como si fuera un auténtico numerario del Lado Oscuro. De hecho, estaba inscrito hacía tiempo en las listas negras, marcado para su incorporación a las filas infernales, pues desde su más tierna infancia había disfrutado haciendo daño a animales y a personas.
     
    Ya decía yo que olía mal por aquí. Hay mucha mierda a la vista— gruñó ella, con voz amenazadora, acercándose a ellos como había visto hacer a los pistoleros en el antiguo Oeste de las películas. Le encantaba cómo interpretaban los actores. Se reía muchísimo con aquellas parrafadas que soltaban antes de decidirse a disparar. En la realidad todo era más sencillo y más cruel, no había discursitos que dieran tiempo a reaccionar. Solo se disparaba y punto.
     
    Los vendedores se giraron y los niños escondieron en sus bolsillos lo que habían adquirido, avergonzados por haber sido sorprendidos in fraganti. Ella tendió las manos hacia los chicos.
     
    ¡Vosotros! ¡Dadme todo lo que hayáis comprado!—les ordenó. Se giró hacia los vendedores ¡Vosotros! ¡Devolved el dinero a estos chicos, ya mismo!—exclamó Liduvel, con una voz llena de poder.
     
    ¡Lea! Nos dijeron que habías salido viva de un mal viaje. Cualquiera te reconoce. Estás estupenda— la saludó Adrián agradablemente sorprendido. Al principio no la había reconocido, tan cambiada estaba. Ahora había ganado peso, y con ello había recuperado sus curvas, que tanto le gustaron tiempo atrás. Tenía el cabello más largo, ahora teñido de un color rojo intenso, y demostraba tal seguridad y poder, que de nuevo atrajo al voluble Adrián.
     
    Yo no soy Lea. No soy Lea, maldito capullo. Como no despejéis de aquí, me convertiré en vuestra peor pesadilla— negó Liduvel, con los ojos encendidos. Pero no podía impresionar fácilmente a gente acostumbrada a flipar, de modo que su derroche de poder no sirvió de nada en un principio.
     
    Puedes decir lo que quieras, pero yo te conozco, nena. Tú eres de los nuestros. ¡Vale! ¡OK! Si quieres comisión por los chicos, podemos llegar a un acuerdo— dijo Adrián, encantado de su bravo toque furioso, que la hacía aún más atractiva.
    Liduvel le cogió por las ropas, lo levantó a un palmo del suelo y lo sostuvo en vilo, ante el asombro de sus amigos y de los chicos. Ella le imprimió suficiente fuerza a Lea para poder hacerlo, y aunque iba contra todas las normas, mostró a Adrián a través de sus ojos milenarios lo que era el auténtico infierno. El no comprendía como podía hacer aquel truco y chilló como una rata, intentando desasirse, pero ella le sujetó con fuerza, mostrándole imágenes de pesadilla. Su rostro empezó a descomponerse con aquella visión.
    Con todo esto te enfrentarás si no cambias y te arrepientes de tus errores. Y te queda poco, Adrián. Tienes el sello de caducidad impreso en tu maldita frente— pronosticó ella, lanzándole hacia sus amigos y liberándolo de la terrible visión para no enloquecerle.
    Adrián cayó al suelo, se levantó de un salto y arrastró a sus colegas, mirándola con horror. Sus colegas no entendían nada. ¿Qué le había dicho para dejarle en aquel estado? Ellos no habían alcanzado a ver la visión del infierno.
    ¡Fuera de este barrio! ¡Para siempre! ¡O estáis todos muertos!— exclamó ella, con una voz que retumbaba como un trueno, reduciendo a cenizas las bolsitas que los niños le tendieron con manos temblorosas. Retrocedieron al ver caer el polvo gris de las manos de Liduvel. ¿Cómo había hecho eso?
    Negándose a abandonar la escena de aquella forma tan humillante, los amigos de Adrián le preguntaron si le daban un buen repaso a la atrevida, y él dudó en un principio, pero pensándolo mejor, les dio su permiso.
     
    Al verlos regresar con malas intenciones, Liduvel apartó a los niños, para que no recibieran algún golpe suelto. Concentrando toda la fuerza de aquel cuerpo maltrecho, Liduvel repartió dolorosos golpes en caras, estómagos y genitales, de forma que pronto todos estuvieron tendidos en el suelo, quejumbrosos, ante el asombro de los niños, que iban retrocediendo, agrupados, temiendo aún más a Liduvel que a los camellos.
    Pero ¿quién eres tú? La que ha vuelto de la sobredosis no ha sido Lea. ¿Quién eres?— le preguntó Adrián, completamente aterrado.
     
    Muy agudo, idiota. Has visto algo que no todos son capaces de ver. No soy Lea. Soy tu peor enemigo— murmuró Liduvel, señalándole con un dedo lleno de poder y con los ojos destellando en color rojo brillante.
    Sin añadir nada más, los camellos se retiraron a toda prisa, mientras Liduvel se giraba hacia los chicos, que habían encogido ante ella.
    ¿Por qué queréis empezar en este mundillo? ¿Queréis convertiros en elementos como ellos? ¿En pura basura? Vosotros, que ahora lleváis buen camino ¿qué os empuja a caer en el abismo? ¿Queréis parecer mayores, enrollados... os gusta flipar? Porque si os gusta flipar puedo ayudaros. Os enseñaré lo que les he mostrado a vuestros amigos los camellos— les amenazó ella, avanzando con las manos extendidas para cogerles. Ellos retrocedieron.
     
    ¡No, no...!—negaron ellos, pues habían visto la cara de Adrián, y nunca habían visto tanto pánico en un pandillero.
     
    Si no queréis que os enseñe el infierno, nunca más os acerquéis a la droga. No permitáis que los chicos que conocéis se junten con ellos. Si sois mis guardianes en el barrio, purgaréis este pequeño error, y de nuevo estaréis limpios. Vuestro nombre se borrará de la lista negra—les dijo, mostrándoles un fajo de billetes, que había arrancado a Adrián mientras le infundía una buena dosis de terror— Este dinero servirá para montar una merienda a lo grande, para todo el equipo y vuestros estupendos entrenadores. Así se limpiará vuestro dinero y el dinero de los demás idiotas que les han comprado algo, pues es dinero sucio, dinero de sangre y muerte— indicó Liduvel, sin darles opción a replicar.
    Volvieron tensos y asustados al campo de fútbol y Simón se dio cuenta de que algo había pasado. Cuando finalizaron el entrenamiento, él le preguntó y ella se lo contó todo, a riesgo de preocuparle, pero debía estar prevenido, por si era a él a quien atacaban algún día, como podía ocurrir. Simón suspiró, aliviado y agradeció que ella hubiera estado al tanto de aquel encuentro. Sus chicos siempre estaban pisando el límite entre el bien y el mal.
    No creo que las amenazas, las palizas y las visiones infernales sean métodos propios de ángeles de la guarda, pero si sirven al propósito de salvar a los niños, por mí están bien. valoró Simón, sobre sus métodos tan efectivos y poco ortodoxos.
     
    Eso mismo pienso yo. Cuídate de los idus de marzo, Simón— señaló Liduvel, aludiendo a la premonición sobre el asesinato de Julio César. Y como lo sintió de forma tan fuerte y concreta, decidió vigilarle y cuidarle todo el tiempo que le fuera posible.
    Tardaron unos días en reponerse, pero se habían convencido unos a otros de que todo lo que vio Adrián en los ojos de Liduvel, había sido una alucinación provocada por algo que se había metido. Incluso los golpes, aunque mostraban hematomas y heridas, lo atribuyeron a un accidente que habían sufrido en uno de sus peores «viajes». Era absolutamente imposible que una chica delgaducha les hubiera zurrado de aquella forma. Así explicaron el extraño episodio, y por eso se decidieron a volver a la carga, ya que no se podían permitir perder ni un cliente en aquel barrio, con toda la competencia que estaba entrando desde los países del Este.
     
    Simón había finalizado la misa de la tarde y se cambió de ropa para ir a entrenar a sus chicos. Apenas salió por la puerta de la sacristía, se vio rodeado de la antigua pandilla de Lea. Él era actualmente un hombre maduro y pacífico, pero antes de convertirse en quien era, en su infancia y adolescencia había sido pandillero igual que aquellos impresentables. Sabía a qué se enfrentaba y aún se acordaba de repartir golpes.
    ¡Tú, cura! Eres amigo de Lea. Danos el dinero que nos quitó el otro día y no te haremos mucho daño— le amenazó Adrián, envalentonándose con Simón, mientras giraba a su alrededor como una fiera al acecho.
     
    Ese dinero ya ha sido empleado en mejores fines que los vuestros. Marchaos de aquí. No sabéis con quien estáis jugando. Ya deberíais saber que Lea es un soplo del infierno. No habrá piedad— les advirtió Simón, controlando con la mirada a todo el grupo.
    Eran siete, mal número contra uno solo. Ojalá Liduvel hubiera estado a su lado, con su fuerza sobrenatural. Sabía que el dinero solo era una excusa para darle una paliza. Su delito era ser amigo de quien ellos pensaban que era Lea. Aunque hubiese tenido el dinero, y se lo hubiera dado, le tenían reservado el mismo tratamiento.
    ¿Con quien estamos jugando? ¿Con un cura mierda y una drogata resucitada? Pan comido. Sacadle todos los cuartos a este imbécil. Y si no los tiene, sacadle el hígado— señaló Adrián, sonriendo con fiereza.
    Se lanzaron contra él y Simón se defendió como mejor pudo, hasta que su brazo crujió y sintió como algún hueso se rompía. A pesar del dolor punzante y pese a la lluvia de golpes que caían por todos lados, él también repartió cuanto pudo con el otro brazo, las piernas e incluso los dientes. Cuando sintió una gran punzada en el costado supo que alguna costilla se había roto y ya no resistió el dolor, cayendo de rodillas sobre la acera. Cuando ya solo esperaba que le remataran a golpes o quizá con ayuda de alguna navaja, notó que le quitaban de encima a varios de sus atacantes, que se estrellaron violentamente contra el muro de la iglesia, provocando un pequeño desprendimiento de las piedras de la fachada. Levantó la vista, dolorido, y a través de una neblina distinguió a Liduvel, rugiendo como una fiera de pesadilla, sacudiéndole de encima a aquellos tipos como si se tratara de simples moscas. Percibió la muerte bailando en sus furiosos ojos.
    ¡No, Liduvel! ¡No les mates! Por tu bien, no les mates...— le rogó él, desde el suelo, ya que si la hubiera dejado hacer, aquellos individuos tenían pocas posibilidades de sobrevivir y ella hubiera perdido muchos puntos, quizá todos.
    Los delincuentes que quedaban en pie no podían creerlo. Varios de los suyos estaban tendidos en el suelo, sangrando. Liduvel rugía de furia, con los ojos brillando con un intenso color rojo, despidiendo a su alrededor un fulgor que consternó incluso a Simón, que nunca la había visto tan furiosa. Le costó contenerse, pero lo consiguió, apretando los puños hasta que los nudillos casi agujerearon la piel de las manos.
    ¡FUERA DE AQUIIIIII!— bramó Liduvel, y así supieron como suena realmente el bramido de un demonio. Algunos de ellos se orinaron encima. Simón tembló, agradeciendo que aquel ser fuera su amiga y no su enemiga.
    Liduvel se dirigió a Adrián, quien no podía ni moverse, le cogió del cuello y lo elevó de nuevo, ofreciéndole sin piedad imágenes de horror infernal para que nunca más se atreviera a pisar aquel barrio.
    ¿Qué parte de lo que te dije no entendiste, animal acabado?. ¡Sal de este barrio, de esta ciudad y de este país! Te queda muy poco tiempo, Adrián. Aprovéchalo o arderás toda la eternidad en el infierno— le advirtió ella, con aquella voz terrible, que nada tenía que ver con la fina voz de Lea.
    Adrián se desmayó por los golpes y por el terror que le invadía, y esta vez no podía atribuirlo a nada que se hubiera metido. Liduvel lo dejó caer sobre la acera como un fardo. Miró a los demás con gesto asesino. Los que podían aún andar, retrocedieron, llevándose a Adrián con ellos. Los demás se arrastraron como pudieron. Ella les siguió con la vista hasta que se apartaron lo suficiente y entonces atendió a Simón, que intentaba incorporarse, dolorido.
    Siento que te pase esto por mi culpa, Simón— murmuró ella, ayudándole con mucho cuidado. Sabía que le habían roto varios huesos, y su cara y sus puños sangraban profusamente. Le apenó mucho verle tan mal.
     
    No es culpa tuya, Liduvel. Ni siquiera creo que sea cosa de tus colegas del «subsuelo». Esto ha ocurrido siempre, y siempre ocurrirá. Los hombres son lo bastante crueles para funcionar así, sin que vosotros les metáis maldades en la cabeza negó él, dolorido y espantado por lo que había vistoEstá bien que no les hayas matado, aunque los dos teníamos ganas de hacerlo, y nos hubiéramos librado de unos malos enemigos. Pido perdón por lo que he pensando. No se debe matar, ni siquiera a esas ratas— jadeó él. Le dolían hasta las pestañas y ardía de rabia, pero debía ser consecuente y colaborar en la salvación de aquella criatura.
     
    Ya, amigo mío. Esta gente va a dejar sin trabajo a mis colegas del Lado Oscuro— asintió ella, secando la sangre de su rostro con un pañuelo de papel con mucho cuidado.
    Empezaba a acudir gente que había escuchado los gritos y los golpes. Gracias al Cielo no habían visto nada, pero se lamentaron de la paliza que había recibido el cura. Liduvel no les prestó ninguna atención. Le llevó casi en vilo hasta un coche que se detuvo junto a la iglesia, y le pidió a su conductor que les llevara al hospital. Recordó cómo una vez él llevó al hospital a una moribunda Lea.

    Al poco rato, cuando aún esperaban en la sala a que le atendiesen (pues al parecer una paliza no era lo suficientemente urgente) llegaron los niños del equipo de fútbol, que se habían enterado de la paliza por los comentarios en el barrio. Se sentían mal, pues no había persona en el barrio que respetaran más que a él. Era un buen hombre que les trataba bien, como iguales, y quería un buen futuro para ellos. Incluso los cuidaba mejor que sus padres. Se sentaron a su alrededor en el suelo, en silencio, sin atreverse a decirle nada, mientras ella les contaba, especialmente a los más mayores, que los vendedores de droga le habían hecho esto para librarse de él y tenerles presos en sus garras. Ellos tragaron saliva, apenados, y se consideraron culpables de aquel desastre, como ella pretendía. Esperaba que sus palabras llenas de su poder de convicción les llevara a odiar tanto a aquellos cerdos que ya nunca más se acercasen a ellos, ni a nadie como ellos.
   En ocasiones, los humanos solo aprendían las lecciones impartidas con la mayor crueldad posible y Liduvel lo sabía muy bien.

(continuará)

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