¿Queréis saber cómo le va por el mundo a nuestra fugitiva Liduvel? Vamos a ver otro capítulo de sus andanzas sobre la Tierra. En esta ocasión, ya bastante recuperada, debe enfrentarse a la pasada vida de Lea y regresa al Instituto, tomando contacto con profesores y alumnos que guardan un pésimo recuerdo de los últimos días de Lea en el centro. En próximos capítulos veréis que las cosas no serán tan fáciles para Liduvel y sabrá que, a veces, el Instituto es un nuevo Infierno.
Por cierto, a los despistados que no hayan leído las aclaraciones expuestas en la primera entrega, les recuerdo que esta obra está registrada en el Registro de la Propiedad Intelectual con el número de asiento  09/2005/353, asi que disfrutadla, pero no la pirateéis ¿de acuerdo?
¡Hasta la próxima, lectores y lectoras!
 4.
 A los pocos días, Teresa pensó
 que Lea estaba muy recuperada y debía volver al instituto. No se
 atrevía a abordar el tema, pero al fin se decidió. Debía terminar
 sus estudios secundarios, incluso podía pensar en acceder a la
 Universidad. Antes de caer en la droga había sido buena estudiante,
 no especialmente brillante, pero no había perdido curso. Incluso el
 final del curso anterior y el principio del actual los había
 llevado con relativa dignidad, a pesar de suspensos y bajas notas.
 Era inteligente y despierta, y por eso albergaba esperanzas de tener
 una hija universitaria. No sabía cuánto tiempo le quedaba de vida,
 pero se conformaría con verla encaminada en sus estudios, con una
 expectativa de futuro mejor que la suya.
 Apenas inició la conversación,
 titubeante, ella sabía lo que quería decirle Teresa. Intentó
 superar la pereza que la invadía, debido sobre todo a la debilidad
 física de Lea.
 — Sí,
 de acuerdo... Iré al instituto. No me hace falta, pero si eso te
 hace feliz, iré...—prometió
 ella, cuando la dejo hablar lo suficiente para que no supiera que
 era capaz de leerle los pensamientos. No quería asustar a Teresa.
 — ¿De
 verdad? ¡Estupendo! Buscaré tus libros... los recogí del patio de
 luces cuando tú... ya sabes, cuando los tiraste...y los arreglé. Y
 también tengo tu... ropa antigua... La guardé por si algún
 día...—indicó
 ella, señalando tímidamente hacia su habitación. No quería
 acusarla de nada, ni recordarle aquellos días terribles, pero quizá
 Lea no lo recordara, pues estaba cegada por la droga.
 — ¡Ah!
 ¿Tienes ropa que no sean todos estos trapos negros? ¿Es de colores
 alegres? ¡Enséñamela...!—se
 alegró ella, levantándose de la cama con cierto esfuerzo. Le dolía
 todo aquel maldito cuerpo, pero se esforzó.
 Teresa se rió a carcajadas. Su
 hija deseaba ver su ropa de colores. Debería arreglársela. Lea se
 había recuperado considerablemente en aquellos días de reposo,
 buena comida y abstinencia, pero aún así pesaría unos diez kilos
 menos que cuando la usaba. Sacó de su armario los libros y la ropa,
 guardados hacía tiempo con esperanzas de que algún día volverían
 a ver la luz. Ella se probó una cosa tras otra con entusiasmo real.
 Le gustaban los colores vivos, y también los suaves, pero estaba
 harta del negro.
 Mientras la madre parloteaba y
 ponía agujas para arreglar aquellas prendas, ella sintió que algo
 flotaba en el ambiente. Lo analizó y supo que aquello podía ser
 amor. Aquella mujer valiente quería lo mejor para su hija, y ella
 recibiría aquel amor incondicional en lugar de la zorra
 desconsiderada de Lea. Se sintió especial y amada, aunque todo
 fuera fruto de un engaño.
 — Eres
 una buena madre. Te mereces lo mejor...—le
 dijo ella arrastrada por un impulso. Instintivamente la abrazó,
 haciendo llorar a Teresa, que no estaba acostumbrada a aquellas
 muestras de cariño. Ella disfrutó de aquel calor que no quemaba,
 el que sentía cuando hacía algo bien. Lo tomó como una señal de
 que marcaba un punto de mérito. 
 
 Teresa sonrió entre lágrimas,
 mientras la huésped de Lea se sentaba a ojear sus libros, con una
 sonrisa torcida. Entre dientes musitaba: «esto
 ya lo sé» «esto es mentira» «qué fuerte» «¿en serio?»
 «¿aún se creen esto?» Teresa no le dio
 ninguna importancia a sus comentarios. Era demasiado feliz para
 pensar que su hija pudiera estar desequilibrada.
 La vuelta al instituto se le
 antojó un poco complicada. Aunque buscó en los archivos de memoria
 de Lea, no halló gran cosa, quizá porque no asistía mucho a
 clase. Miró a su alrededor y nadie la saludaba, por lo cual intuyó
 que no querían relacionarse con ella. Con su fino oído captó
 algún comentario, que le aclaró un poco las ideas.
 (cómo se atreve a volver
 después de todo lo que hizo está fatal nada más hay que mirarla
 volverá a caer todos caen ojalá se hubiera muerto)
 Sonrió de forma retorcida. Los
 chicos y chicas no mostraban ni un gramo de piedad o compasión por
 Lea. Debía haber sido terrible su estancia en el instituto y todos
 la odiaban. De forma que, para averiguar dónde debía ir en aquel
 momento, se decidió a hablar con el  Jefe de Estudios. Ese camino
 si que lo conocía Lea, ya que lo debía haber recorrido castigada
 más de una vez. Llamó educadamente y se asomó. El Jefe de
 Estudios cambió radicalmente su expresión al verla.
 —¡Señorita
 Pineda! ¿Usted por aquí? ¿Por qué se ha molestado en
 volver?—intentó
 bromear, mientras se acomodaba en su sillón, aguardando cualquier
 tipo de reacción sentado en su trono.
 — Buenos
 días, señor. Sí, ya estoy mejor, gracias. Pero resulta que...  no
 sé a qué clase debo entrar. Ya sabe, «problemillas»
 de memoria derivados de las adicciones. Supongo que no tiene buen
 recuerdo de la antigua Lea Pineda, pero eso va a cambiar.  Yo estoy
 ahora en su lugar, yo llevo las riendas y me portaré bien... se lo
 prometo—le
 saludó ella, sonriente, sentándose con soltura ante él.
 Para no incurrir en la mentira,
 ella no se hacía pasar por Lea, ni llamaba mamá a Teresa. Ésta ya
 estaba acostumbrada a que hablara en tercera persona, pero al Jefe
 de Estudios le chocó bastante. La miró con los ojos entornados.
 ¿Estaba burlándose de él? Seguramente. Nadie cambia de aquella
 forma de la noche a la mañana. Ni siquiera la
 Lea-Pineda-buena-chica había cambiado de forma tan repentina al
 caer en la droga. Fue un cambio progresivo que se veía venir, a lo
 largo de un duro año de decadencia.
 — ¿Se
 portará bien? Bueno, dejando aparte el triste episodio del destrozo
 de la cafetería y del salón de actos, y dado que el seguro cubrió
 todo... olvidando que agredió usted a varios profesores y alumnos,
 pero a nadie de una forma grave… una vez cumplido el tiempo
 reglamentario de expulsión, que se ha prolongado un poco más de la
 cuenta – lo cual no nos ha molestado en absoluto- y aunque no se
 la encerró en el reformatorio como merecía, en gran medida por
 respeto a su pobre madre, que no tiene culpa de nada... actualmente
 no me hace un buen efecto que hable de Lea Pineda como si hubiera
 muerto y usted ocupara su lugar. ¿Tiene algún problema? ¿La ve
 algún psicólogo? Entiéndame, señorita. Puedo parecer cruel, pero
 no quiero por nada del mundo perjudicar al resto del alumnado de
 este centro...—le
 dijo él sin pelos en la lengua, cruzándose de brazos e intentando
 distinguir en ella burla o lo que era peor, locura.
 Ella captó el ambiente
 cortante. Por ello debería mentir o ser más sutil con aquel hombre
  implacable. Un paso atrás quizá, pero no había más remedio.
 —¡Ya!
 Verá señor... le explico. Desde que sufrí una sobredosis...
 metafóricamente acostumbro a hablar así: una chica mala ha muerto
 y en su lugar ha nacido una buena chica. Ya sabe... lo he tomado
 como una especie de renacimiento, es parte de la terapia, ¿sabe?—le
 explicó ella, esbozando una gran sonrisa, acompañada de gestos
 grandilocuentes que no tranquilizaron en absoluto al Jefe de
 Estudios.
 (te contaría muchas cosas sobre
 terapias raras pero así me tomarías por una auténtica loca de
 forma que te conformas con esta mentirijilla que espero que no
 cuente como falta grave para mi curriculum)
 — Veremos.
 La estaré observando, señorita Pineda—miró
 un instante en su ordenador—
  Ahora sus compañeros están en clase de matemáticas. Segundo
 piso. Pasillo izquierdo. Quinta clase a la derecha, por si no lo
 recuerda—la
 informó él mecánicamente, sin dejar de
 observarla.
 — Muchas
 gracias. Que pase un buen día...—se
 despidió ella, dejándole en suspenso.
 Pero él no tenía nada claro.
 Apenas cerró la puerta, telefoneó al Director del centro y corrió
 a ver a los profesores que estaban en la sala, sin dar clase a esa
 hora, para avisarles del regreso del monstruo.
(Destrozos en cafetería y en
 salón de actos agresión a profesores y alumnos bien bien diablillo
 te portaste como una auténtica poseída antes de que yo llegara ya
 te lo dije hubieras sido una genial numeraria aún puedes serlo si
 fracaso y te dejo aquí tirada morirás y te irás derechita al
 infierno por mucho menos de eso se ha condenado a gente deberías
 pensártelo dos veces la estancia allí no es precisamente un hotel
 de cinco estrellas ja ja ja ja ja)
 Mientras buscaba su clase, buscó
 en los archivos de memoria de la inerte Lea aquellos recuerdos, y al
 hallarlos supo que el mismo infierno se abrió bajo el instituto
 aquel día, poco antes de Navidad (qué apropiada la fecha de paz y
 amor). Le faltaba su dosis y esperaba a un colega en una plaza
 cercana. Su colega no llegó. No hubiera pisado el instituto, por el
 que no solía ir últimamente, pero le dijeron que el tipo estaba
 por allí, pasando mercancía. No la dejaron entrar porque intentó
 acceder cuando las clases ya habían empezado. Golpeó la puerta a
 empujones y patadas hasta que los celadores la amenazaron con llamar
 a la policía. Después, cuando pudo entrar en un descuido, buscó
 por todo el instituto sin encontrar a su colega. No sé dio cuenta
 del feroz aspecto que tenía, como un lobo en busca de su presa.
 Todo desdichado que se cruzó en su camino era empujado o tirado al
 suelo. Un profesor intentó llamarle la atención en la cafetería y
 ella le arrojó una silla, rozándole y rompiendo sus gafas. Allí
 mismo derribó a tres alumnos de los más jóvenes, lo cual provocó
 la indignación de otros compañeros mayores. Se produjo una
 terrible confusión, donde hubo intercambio de golpes, pero ella
 poseía la fuerza sobrehumana que le concedía su adicción, y
 escapó aún bastante íntegra de la cafetería para llegar al salón
 de actos, donde al fin halló sentado a su colega, que ya no tenía
 nada porque lo había vendido todo. El tipo se rió con aquel gesto
 idiota que fastidiaría a cualquiera cuando está irritado, y desata
 el mismo infierno cuando uno sufre el «mono».
 Antes de que llegara la policía y ella saliera huyendo por el patio
 y saltara la valla, Lea actuó como una fiera enloquecida,
 destrozando mobiliario y golpeando a quien se puso a tiro. El colega
 de Lea terminó con la nariz y tres costillas rotas. Los demás
 chicos y profesores terminaron contusionados en distintos grados. La
 sangre aún manchaba las enormes cortinas verdes del salón de actos, pues
 eran muy caras de limpiar y no había presupuesto suficiente. Si en
 aquella ocasión Lea no terminó con sus huesos en el Reformatorio
 fue porque una enferma Teresa, hecha un mar de lágrimas,
 humildemente rogó a todos y cada uno de los afectados que retiraran
 la denuncia, ofreciéndose a  trabajar gratis en el Instituto hasta pagar todos los
 destrozos. El colega de Lea era el más afectado y el menos
 interesado en denunciar, porque ni siquiera estudiaba en aquel
 instituto, no pudiendo explicar su presencia allí. Otros lo
 pensaron dos veces, pero la apesadumbrada mujer les llegó al alma,
 y las denuncias fueron retiradas, decidiendo el Consejo Escolar
 castigar a Lea con una simple expulsión temporal, que alargaron
 cuanto la ley les permitía.
 (guauuuu Lea estabas hecha un
 auténtico diablillo)
 Abrió la puerta de su clase y
 se encontró con un resoplido general, incluido el de la profesora.
 Una rápida mirada le dio una ligera idea de lo mal recibida que
 podía llegar a ser Lea Pineda o cualquiera que hubiera hecho lo que
 ella había hecho. Por deformación profesional, ella sonrió al
 percibir el odio, la repulsión, el desprecio... todos aquellos
 sentimientos que le encantaba hallar en los humanos para sentirse
 como en casa. Después pensó que no debía consentir aquel
 sentimiento malicioso que no tenía cabida en su nueva y virtuosa vida.
 — ¿Lea?
  ¿Qué haces aquí?  La clase ya ha empezado. Sal hasta la próxima
 clase—espetó
 la profesora con voz chillona, evidentemente nerviosa. Se sujetó
 las gafas, que habían estado a punto de caerle por la impresión.
 — Lo
 siento, es que no me acordaba dónde tenía que ir y primero le he
 preguntado al Jefe de Estudios. Ya sabe. He estado bastante
 mal...—replicó
 ella sin complejos, entrando tranquilamente y buscando un sitio
 libre.
 Sintió que Lea conocía bien a
 una chica sentada en la segunda fila de mesas, junto a un sitio libre, pero
 vio que apartaba la mirada y supo que estaba rezando para que pasara
 de largo y no se sentara a su lado.
 (vaya vaya una antigua buena
 amiga de Lea veo que no la quiere ya no quiere saber de ella)
 Se sentó en primera fila, en
 esos lugares que nadie quiere ocupar para no estar a vistas del
 profesor. La profesora la siguió con la mirada. No podía continuar
 la clase con normalidad teniéndola allí delante. La ponía muy
 nerviosa desde que la vio destrozar la cafetería y herir a chicos y
 profesores. Ella fue una de las que votó en el Consejo Escolar para
 que la expulsaran para siempre del centro. Otros fueron más
 compasivos, no por ella, sino por los ruegos de su pobre madre, que
 bastante tenía para soportar aquella nueva humillación. Ahora
 temía su venganza, por si aquel monstruo se había enterado de
 alguna forma de aquellas votaciones, realizadas con algunos de los
 profesores y alumnos que componían el Consejo Escolar escayolados,
 magullados y sobre todo atemorizados.
 (pobre profesora está temblando
 teme a Lea no temas nada de esta cerda yo estoy al mando y adoro a los
 profesores son pobres infelices que intentan meter un poco de
 sabiduría en esas cabezas huecas sin conseguirlo no temas nada de
 mí estás a salvo)
 — Continúe,
 por favor. No se corte por mí—la
 animó Lea, cuando se hubo sentado y se dio cuenta de que la
 profesora no se atrevía a continuar.
 — Estamos
 trabajando con ecuaciones...—musitó
 la profesora, pensando que aquella palabra le sonaría a chino.
 Señaló la pizarra con un dedo tembloroso, manchado de tiza.
 — ¡Espléndido!
 Me encantan las ecuaciones...—asintió
 ella, sinceramente. Las usaba muchas veces como pasatiempo, para
 mantener la concentración. Eran solo un divertido juego para una
 mente tan poderosa.
 Se escuchó un resoplido
 general, claramente burlón. Ella ni se molestó en girarse. El
 desprecio humano era algo que le resultaba muy chocante, cuando era
 ella la que habitualmente despreciaba a los humanos.
 — Me
 alegra que te gusten. ¿Te importaría salir a la pizarra y resolver
 esta ecuación?—
 la provocó la profesora, para ver si se negaba y tenía un motivo
 para echarla de la clase.
 Aquella chica le seguía
 provocando escalofríos, aunque no se vistiera tan lúgubremente
 como antes, ni llevara labios, uñas y ojos pintados de negro, ni
 aunque pareciera extrañamente amistosa y educada. 
 
 — Vale—aceptó
 ella, encantada, levantándose sin problema.
 Se escucharon cuchicheos. Ella
 no tenía ninguna dificultad en comprender la ecuación. Era muy
 sencilla. Había resuelto cosas peores en tiempo record.
 — ¿Sabe
 por qué los estudiantes en general odian las matemáticas? Es
 porque ÉL—señaló
 hacia arriba para ser entendida—
 les inculca esa aversión. Verá, las matemáticas las inventó
 Lucifer, ya sabe—señaló
 hacia abajo para hacerse entender—Fue
 un gesto más de rebeldía. Las matemáticas
 son el lenguaje universal, miden el mundo y lo explican.
 Absolutamente todo se basa en las matemáticas. A ÉL —señaló
 hacia arriba de nuevo—
 no le gusta  que la gente comprenda las verdades del Universo, pues
 le encanta rodearse con un halo de misterio. Por eso adora a los
 estudiantes que odian las matemáticas—explicó
 ella mientras deslizaba la tiza por la pizarra.
 La profesora, incrédula, apenas
 había escuchado sus desvaríos. Miró el desarrollo y el resultado
 y la miró a ella. Parecía enloquecida, con aquellas tonterías
 sobre las matemáticas y el demonio, pero lo había resuelto
 correctamente, sin esforzarse siquiera, como quien hace un
 crucigrama muy sencillo. 
 
 — Espléndido,
 Lea. Veo que has malgastado tu gran inteligencia en los últimos
 tiempos. Si te sabes esta lección, te ruego que te sientes en
 silencio y que permitas que ilustre a tus compañeros...—la
 instó la profesora, sintiendo un vago mareo.
 Pensó que era muy arriesgado hablarle así, pero debía intentarlo
 al menos, para ver hasta donde podía llegar ahora con aquella chica
 extraña.
 — Claro,
 adelante. Estaré calladita—asintió
 ella, dócilmente, sentándose.
 La clase continuó con un
 ambiente muy extraño. Los chicos y chicas pensaron que aquella no
 era Lea, que alguien muy raro había ocupado su lugar. Ella sabía
 lo que pensaban y valoró mucho su gran intuición, pero no intentó
 hablar con ellos ni hacer amigos. Aún era muy pronto para eso.
 Visto lo que había hecho Lea, le llevaría una eternidad que
 confiaran en ella, pero eso la haría ganar muchísimos puntos.
 Merecía la pena intentarlo.
(continuará) 

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