UNA FUGITIVA UN TANTO ESPECIAL (CAPITULO 3)


Una vez terminado el periodo navideño, regreso con la historia de mi fugitiva. Recordad que nuestra especial protagonista, una diablesa, harta de arrastrarse por el mundo con el único propósito de dañar a las inferiores criaturas humanas, decide fugarse y esconderse en el cuerpo de una joven drogadicta, destinada a morir en un callejón oscuro, víctima de una sobredosis. Su intención es vivir entre los humanos y obrar el bien, para demostrar que puede llegar a ser un ángel de luz y asi regresar al estatus que poseía antes de la Gran Rebelión. Su camino no será siempre fácil, pero ella cree que podrá con todo, pues al fin y al cabo es un ser superior, con muchos poderes y una gran inteligencia.

Repasado un poco el argumento, os dejo con Liduvel, una diablesa muy especial, quien en este capítulo intentará adaptarse a su nueva vida, maravillando a la madre de Lea, su involuntaria anfitriona...

    CAPÍTULO 3.
    Cuando los médicos le dieron el alta y salió del hospital, la que habitaba en Lea sintió por primera vez el calor del sol sobre aquella piel, y le encantó la sensación. Respiró hondo y distinguió todos los olores, aunque no todos eran agradables (gasolina alcantarilla sudor perfume flores) Todo a su alrededor le producía sensaciones nuevas. Los ignorantes humanos no apreciaban aquel privilegio. El mundo donde había vivido durante eones era oscuro y turbio, sin sonidos agradables, sin buenos ni malos olores. Un mundo sin sensaciones físicas. Lo único bueno de su mundo es que flotaba libre, sin arrastrar el peso de una masa corporal y también que podía ver mucho más claramente que con aquellos ojos humanos. De hecho, podía ver el presente, el pasado y el futuro, según a qué dimensión se asomara.
    Teresa le propuso coger un taxi, pero ella le dijo que, si le daba igual, prefería pasear, lo cual gustó a Teresa, pues no tenía dinero para lujos. Caminaron lentamente, descansando en cada plaza, ya que aquel cuerpo duramente castigado se agotaba, hasta que al fin llegaron a la casa de Teresa.
    Era una finca antigua, de fachada despintada y desconchada que un día fue de color verde, y ellas (Teresa y Lea) vivían en un quinto piso sin ascensor. El duro ascenso agotaba habitualmente a la mujer, pero en esta ocasión, aunque jadeaba, iba sonriendo porque su hija estaba bien y la acompañaba. Algunas vecinas pasaron por su lado en la escalera y la miraban con recelo. La huésped analizó los datos que contenía la mente de Lea sobre sus vecinas. Supo que Lea había robado a algunas de ellas, que había organizado auténticos escándalos cuando su madre no podía darle dinero, incluso había dejado un bonito regalo en la puerta de la del 2º B, que se había atrevido a insultarla: una rata muerta envuelta en papel de celofán con un lazo.
    (bonito detalle el papel de celofán y el lazo eres un encanto Lea hubieras sido una buena adquisición para el abismo una numeraria con mucha chispa)
    Sonrió para sus adentros. Muchas vecinas se compadecían de Teresa, y le habían recomendado que encerrara a su hija en uno de esos lugares donde se desintoxicaban los drogadictos, pero Teresa sabía que sin propósito de curarse y una gran fuerza de voluntad, todo era inútil. También le parecía una traición abandonar a su hija. Ella se había limitado a intentar hacerla entrar en razón con paciencia sin límites, y a rezar por su recuperación.
    Buenos días, señoras. Que tengan un buen día...—las saludó ella, cordialmente, y le respondieron con gruñidos en el mejor de los casos.
    Teresa se encogió de hombros y palmeó su mano, consolándola del rechazo (que desde luego no le había producido ningún trauma)
    Ya se les pasará... cuando vean que has cambiado...—indicó Teresa positivamente, continuando la ascensión implacable hacia el quinto piso.
    (si supieran qué clase de criatura se instala aquí preferirían a la drogata asquerosa que tenían)
    La casa estaba limpia y olía a limón. Teresa debía haber empeñado un gran esfuerzo en limpiar a fondo para recibirla. Miró con sus ojos expertos cada detalle a su alrededor: el espejo del recibidor agrietado y con manchas oscuras de humedad, los sofás de brazos desgastados y un color indefinido que un día fue marrón; las paredes despintadas; aquellos cuadros descoloridos en tonos verdosos, toscas imitaciones de obras de arte que ella había visto crear en persona; la vieja cocina con azulejos que se caían, la bañera picada… pero a pesar de todo era su primer hogar. No podía compararse para nada con el infierno. Aquel modesto habitáculo era perfecto, tranquilo, acogedor… todo lo contrario de lo que había conocido, al menos desde la rebelión.
    Voy a preparar la comida. Échate un poquito y descansa—le dijo Teresa, llena de energía, quitándose el abrigo.
    Vale—consintió ella, dócilmente. Aquel cuerpo estaba exhausto y ella lo arrastraba con gran esfuerzo. Debía dejarlo descansar un poco.
    Encontró enseguida su habitación, ya que no había mucho donde buscar. Se detuvo en la puerta, resoplando asqueada. Las paredes estaban pintadas en tonos rojo y negro, a torpes lametones, como si hubieran utilizado la lengua y no un pincel para pintarlas. La decoraban multitud de posters de grupos de música heavy, demonios e imágenes de pesadilla. En la mesita había una calavera de pega, con una vela encima, que había goteado sin piedad sobre la pobre mesita, de aspecto tan desolado como el resto de los muebles.
    (Lea qué mal gusto tienes bienvenida al infierno otra vez)
    Incluso la maldita colcha era negra, con un logotipo de un conocido grupo heavy, de quien decían que rendía culto al diablo. La quitó de un zarpazo.
    (que más quisieran estos que ser discípulos del Gran Jefe solo son chirriantes productos de marketing que arrastran a tipejos como esta cerda inútil de Lea)
    Cuando Teresa se asomó para decirle que la comida estaba lista, se quedó sorprendida. Los posters habían desaparecido. La colcha estaba en una bolsa de basura de tamaño industrial, junto con lo que quedaba de ellos.
    ¿Qué... qué ha pasado?—preguntó, conmocionada, temiendo que hubiera sufrido uno de aquellos accesos de furia que tanto temía.
    Ya he estado bastante tiempo en el infierno. ¿No te importa el cambio de imagen, verdad? He encontrado en el fondo del armario esta colcha azul. En cuanto pueda, si no te importa, decoraré esta habitación en tonos pastel... son más... relajantes...—explicó ella, proyectando la futura decoración, sin darle importancia al drástico e inexplicable cambio de gusto.
    Claro que sí. Lo que quieras. Hay unos botes de pintura en el cuartito trastero de arriba... buscaré la llave. Pintaremos si quieres, recuerdo que compré unos botes grandes de blanco y varios botes pequeños de colores para mezclar... pero entonces no pude pintar... —recordó Teresa, que los había guardado tras una de las fases destructivas de Lea, esperando una mejor ocasión para renovar la casa.
    ¡Ah, bien! Déjame la llave a mano. Me vendrá bien hacer un poco de ejercicio en cuanto descanse un poco. Ya sabes, para el síndrome de abstinencia. Tú no te preocupes de nada. ¿Qué hay para comer? Huele de maravilla...—dijo la huésped, tomándola del brazo para ver de dónde provenía aquel aroma. Teresa sonrió. Su hija nunca apreció su mano para la cocina.
    Gustavo era el hombre que actualmente compartía vida y casa con Teresa. No había ido al hospital ni una sola vez a visitar a Lea. Ahora había llegado de su trabajo sin saludarla, y la miraba con recelo. Ella se sentó a la mesa, mirándole con atención, y comenzó a analizar los recuerdos de Lea sobre él. No parecía mal hombre, pero no era ni mucho menos el hombre perfecto. Lea nunca había confiado en él, por las malas experiencias que tenía con su padre auténtico y con los desastrosos sustitutos que habían llegado después. La desconfianza era mutua, y él no se había privado de hacérselo notar a Teresa, mucho antes de que ella supiera en qué se había convertido su hija. Casi les costó la ruptura, pero Teresa le necesitaba, le quería y al menos no había sido el peor de sus hombres. Aunque no era muy cariñoso ni excesivamente atento, al menos él no era casado ni le pegaba. Solo le hubiera gustado que fuera un poco más tierno... y que quisiera también un poco a su hija. Así Gustavo hubiera sido el hombre perfecto para ella.
    Teresa sirvió la comida con aire alegre, y ella comió con gran apetito, en gran parte porque sus primeras comidas sobre la tierra (las del hospital) eran repulsivas y sosas, pero esta comida estaba buena. Era un nuevo placer que no conocía.
    Cuando Teresa fue a la cocina por el postre, Gustavo la miró fijamente y se decidió a hablarle, mirando de reojo hacia Teresa para que no se enterase.
    No me lo trago, chica. No sé a quién quieres engañar con ese cambio tan espectacular, pero sé que volverás a hacer daño a tu madre, porque caerás otra vez. Todos caen. Nadie sale de rositas de ese infierno...—le advirtió Gustavo, mirándola con desprecio y recelo. Lea había sido bastante violenta y él guardaba las distancias, temiendo un nuevo ataque.
    Ella le miró fijamente. Podía haberlo fulminado con una mirada directa de sus ojos, pero supo que al hablarle así, le guiaba la buena intención hacia Teresa. Por eso no debía ser muy dura con él y no ceder a la tentación de sacarle los ojos con su cuchara. También pensó que si ella hubiera sido realmente Lea, sus palabras no la hubieran ayudado mucho. Indagó en el interior de Gustavo, penetrando en aquellos ojos recelosos y viendo cosas que podía utilizar contra él, para tenerle amenazado y en su poder. Nadie era perfecto y atacar con la verdad era un placer inigualable.
    Gustavo, querido, yo no soy quién tú piensas, ni voy a volver al infierno del que he salido. Yo quiero hacer feliz a Teresa. ¿Y tú qué es lo quieres? Lo que TÚ debes hacer es ocuparte más de ella. No debes dejar que trabaje tanto. Está muy enferma. Mímala, dile lo guapa que está. Además... ¿por qué no dejas de echarle los tejos a la tía de la frutería? Ya tendrás tiempo de eso cuando ella se muera, cabrón. ¿Qué pretendes? ¿Que se entere ahora y partirle el corazón una vez más antes de morir?...—murmuró ella, siseando como una víbora. Le había clavado la mirada hasta el fondo del alma, dejándole completamente helado. A Gustavo se le erizó todo el vello del cuerpo.
    ¿Cómo sabes tú eso? Pero si no te enterabas de nada... -—se asombró él, mirando una y otra vez hacia la cocina, por si Teresa escuchaba.
    LEA no se enteraba de nada. Pero yo NO SOY Lea, amigo, y te tengo calado. Te sacaré el corazón por la boca si le haces daño a Teresa, aunque me cueste un atraso en mis planes. Y por cierto, aunque me caes mal, como muestra de buena voluntad, te recomendaré que tengas cuidado con tu ligue y si algún lejano día te decides a intimar con ella... toma precauciones, querido Gus. Su anterior novio le dejó un regalito que ella aún no conoce. Pero yo sí. Él frecuentaba el ambiente de Lea ¿sabes? Se relacionaba con gente enferma, se contagió y la contagió a ella, tú sabes de qué hablo...—le obsequió finalmente con aquella advertencia letal, metiéndole el miedo en el cuerpo.
    Gus palideció violentamente. Aún no había llegado a mayores con Marisol, pero pensaba seriamente en ello desde que Teresa enfermó y dejó de sentir deseo.
    ¿SIDA?—farfulló Gustavo, asustado, secándose el sudor de la barbilla.
    Ella se limitó a asentir con aire lúgubre, porque Teresa ya llegaba con el postre, que olía dulce y reconfortante. Gustavo resopló y miró de reojo a la que él pensaba que era Lea. Miró a Teresa y le sonrió torpemente.
    Hoy te has lucido. Está todo muy bueno—elogió Gustavo con forzada amabilidad, siguiendo el consejo de aquella arpía que tenía enfrente.
    Teresa sonrió ampliamente, encantada y sorprendida porque él nunca le dedicaba aquellos elogios, aunque devoraba su comida con avidez. Les sirvió a ambos, pero Gustavo había perdido el apetito. Solo pensaba cómo quitarse de encima a Marisol, la chica de la frutería.
    Cuando los dos se fueron a trabajar, ella fue en busca de la pintura. A pesar de que sentía un cansancio mortal y dolores por todo el cuerpo, sabía que debía moverse, porque si se quedaba quieta, los dolores y los calambres la consumían. No tardó en hallar en el cuartito los botes de pintura blanca y los botecitos de colores para mezclar. Era muy poco material para su proyecto. Suspiró fastidiada y los miró con gesto travieso. Podía hacer algo al respecto. Era fácil, pues aún conservaba la mayoría de sus poderes intactos dentro de aquella funda humana.
    (un pequeño truquito nadie lo va a notar nada excesivamente llamativo)
    Al instante el cuartito trastero estaba limpio y ordenado como nunca lo había estado, y los botes se habían multiplicado de forma que tenía suficientes para pintar toda la casa. Quitó las cortinas con sus poderes telekinéticos y las lavó; apartó los muebles sin pensar que Lea no hubiera podido justificar aquella fuerza ante ningún humano, pintando con una rapidez que tampoco hubiera podido explicar. Gozó de sus poderes con la excitación que le producía estar contraviniendo las reglas. Si la descubrían, su plan se truncaría, pero valía la pena intentarlo.
    Cuando horas más tarde Teresa llegó del trabajo, no salía de su asombro... El pasillo, el comedor, su habitación, el techo de la cocina y del baño... todo estaba pintado en colores suaves: rosa, azul, amarillo, naranja, verde, tan bien pintado como cuando se instaló allí, muchos años atrás. Las cortinas colgaban limpias, secándose al aire. No había restos de gotas en el suelo, cubos llenos de pintura ni pinceles sucios, como si no hubiera pasado nada. Buscó a su hija y la encontró tumbada en su habitación, escuchando música con los ojos cerrados. Había pintado su habitación en color azul celeste, y el techo se unía a las paredes con nubes pintadas en blanco-rosado y blanco-azulado, como auténticas nubes esponjosas de un cielo veraniego. La que ella pensaba que era Lea abrió los ojos y le sonrió.
    ¡Hola, Teresa! ¿Te gusta? Estoy muy cansada, pero yo creo que ha valido la pena el esfuerzo...—la saludó con voz alegre. En realidad no podía mover ni un músculo de aquella humana, completamente exhausta con el esfuerzo que le había obligado a hacer, pese a que fueron sus poderes los que habían hecho la gran mayoría del trabajo.
    ¿Qué si ha valido la pena? Has convertido el infierno en cielo, Lea...—musitó Teresa, con lágrimas emocionadas bailando en sus ojos.
    ¡Ojalá fuera cierto...!sonrió ella, viendo en sus palabras un buen augurio.
    Teresa no preguntó cómo había pintado todo, pero Gustavo no lo vio nada claro. En una sola tarde había pintado toda la casa con unos botes empezados de pintura blanca y botecitos de color, había lavado las cortinas y limpiado todo el estropicio. ¿Y cómo había movido los muebles? Con curiosidad creciente miró por detrás de los muebles y vio que también estaba la pared pintada. ¡A él le costaba un gran esfuerzo moverlos! Muy extraño. Pero no se atrevió a decirle nada a aquella chica que había regresado en lugar de Lea. Sentía escalofríos solo con mirarla. Su gusto por las películas de terror no le ayudó mucho. Muchos personajes de aquellas películas habían regresado de la muerte convertidos en otra cosa. Y ahora tenía uno de aquellos monstruos en su propia casa.

 (continuará)

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