UNA FUGITIVA UN TANTO ESPECIAL (CAPITULO 2)


¿Os gustó el primer capítulo de "Una fugitiva un tanto especial"? Pues esto no ha hecho más que empezar.  La próxima semana habrá un intermedio, no para ofreceros anuncios a mansalva, como en la televisión, sino para compartir con vosotros un cuento de Navidad.

A continuación os ofrezco el segundo capítulo de esta historia... un tanto especial.

    2.
    La sensación al despertar fue de absoluto desconcierto. No había despertado nunca, ya que nunca había dormido. Al principio, como todo a su alrededor era tan luminoso y blanco, se preguntó si ya estaba en el Lado Luminoso. Reflexionó un instante. No podía ser. Aún no había puesto en práctica su plan. Se rió de sí misma por aquel brote de pura y simple ingenuidad, tan desconocida en ella. Sentía la dureza de la cama, los cables y tubos varios a los que estaba atado el cuerpo que ocupaba. No había nada de eso en el Lado Luminoso. Comprendió que estaba en un hospital, dentro de su víctima... y lo que era mejor, aquella cerda aún vivía. Recordó al bueno de Simón, que la había salvado, colaborando así en su plan.
    (es un buen hombre me ha ayudado a llegar a la meta le debo una lo tendré en cuenta para mis buenas obras para ganar puntos)
    Como no tenía mucho que hacer en aquel penoso e inmóvil estado, se puso a pensar en su salvador. Simón era uno de los pocos hombres que no despreciaba con toda intensidad. Era generoso e inteligente. Venía de una familia pobre y nunca tuvo muy clara su vocación religiosa. Solo tenía claras dos cosas: que necesitaba salir de su barrio y hacer el bien. Un día, en contra del parecer de su numerosa familia, que necesitaba desesperadamente su sueldo, se metió en el Seminario y así pudo cursar unos estudios universitarios que no hubiera tenido jamás por sí mismo. Debido a varias crisis de fe a lo largo de su vida, había abandonado los hábitos en varias ocasiones, y otras tantas veces había vuelto a la Iglesia arrastrándose, arrepentido. Seguramente sus superiores, hartos de aquel comportamiento indeciso, le habían destinado a aquel barrio difícil para que hallara definitivamente su fe o desistiera de una vez por todas.
    Ella tenía la firme teoría de que un hombre bueno no prospera dentro de la Iglesia. Por ello, la gran labor que Simón hacía en el barrio, no era valorada en absoluto por sus superiores.
    Le conoció pocos años antes (en la contabilidad humana), cuando en cumplimiento de su misión, había intentado inducirle al suicidio. Era una víctima relativamente fácil, abatido por muchas dudas y los remordimientos. Le metió en la cabeza que era un fracaso como cura y como persona, que había perjudicado a su familia con su egoísta decisión. Puso ante él aquellos frascos de píldoras diversas que un compañero enfermo había dejado en un cajón cuando murió, y le animó a utilizarlas. Contra todo pronóstico, él se resistió con toda sus fuerzas, y ella tampoco insistió mucho, quizá porque en aquel tiempo ya no mostraba mucho interés en su trabajo... quizá porque en el fondo le agradaba Simón, y no quería verlo arder en el infierno. Reconoció que a veces sentía debilidad por ciertos humanos, sobre todo por los humanos atractivos de género masculino. Si sus compañeros lo hubieran sabido, se hubieran burlado de ella y la hubieran denunciado a sus superiores. Sentirse atraída por un ser humano era degradante e inapropiado, castigándose con mayor dureza que la posesión.
    Y precisamente era Simón quien la había ayudado en tan duro trance. ¡Curiosa coincidencia!
    (a eso llaman destino todo está atado nada ocurre por casualidad)
    Pasado (quien sabe cuanto) tiempo de estar allí atada a numerosos tubos, por la ventanilla de la sala de cuidados intensivos distinguió a un médico y a una mujer madura que la miraba con ojos tristes, con el rostro contraído surcado de arrugas. Le sonaba su cara, pero aún estaba un poco confusa, pues su poderosa menta no funcionaba bien dentro de aquel cuerpo moribundo.
    (debe ser su madre esa es la mirada de una madre que ve morir a su hijo sin poder hacer nada)
    Empezó a recibir sobre ella datos inconexos, como pinceladas sin mucho detalle, procedentes de los recuerdos de su involuntaria portadora: los hombres la habían maltratado y humillado, estaba muy enferma y Lea la había hecho sufrir mucho. Inmediatamente sintió una corriente inexplicable de simpatía hacia aquella desdichada que había sufrido tanto en su vida. Eso tampoco lo hubieran comprendido en el Infierno. De nuevo otro motivo de castigo. ¡Al carajo! No se iban a enterar de lo que sentía por los humanos.
    Leyó los labios del médico. Le decía a aquella mujer doliente que ella (Lea) estaba muy deteriorada. Que no se explicaban como había sobrevivido a la sobredosis (qué juego de palabras más curioso, sobrevivir a la sobredosis). Ella le preguntaba con cierto temor si (Lea) viviría y él le decía que (desgraciadamente) sí. Ella asentía gravemente y la miraba con aquel rostro diáfano de mujer enferma, sufriente durante demasiado tiempo, con aquellos ojos enrojecidos pero secos, porque ya había llorado cuanto se podía llorar.
    Con un gran esfuerzo (le dolían los músculos de la cara, pero ya los podía sentir y controlar un poco) le dirigió una sonrisa a aquella pobre mujer, quien al notar su cambio de expresión, apoyó su frente en el cristal que las separaba, con aire entre sorprendido y esperanzado.
    Saldré de esta. Lo que haya hecho tu hija lo olvidarás, porque yo estaré en su lugar y cuidaré de ti. El resto de tu vida serás feliz. Tú serás mi mejor obra, te lo prometo—susurró ella, lentamente, con la cadencia de un encantamiento. Inesperadamente sintió un torrente de bienestar. ¿Era alguna sustancia que le habían metido en el suero o era lo que se sentía cuando alguien mostraba buenas intenciones?. En todo caso, le gustó. Podía acostumbrarse a eso.
    No sabía si la madre la había oído o entendido, pero su rostro crispado y triste se relajó un poco, y se dio cuenta de que en otro tiempo (años atrás en la contabilidad humana) había sido hermosa y feliz. ¿En qué punto se torció su destino, convirtiéndola en lo que era ahora? Hizo un esfuerzo de concentración para saber exactamente en qué punto. Buscando en la mente de Lea, como quien busca entre archivadores, carpeta por carpeta, halló ese punto en su frágil memoria: en el momento justo en que el marido empezó a golpearla e insultarla, y ella, en un alarde de valor no muy común en las mujeres maltratadas, huyó con su hija muy pequeña (Lea recordaba aquel episodio vivamente). Tuvieron que malvivir a base de trabajar noche y día en empleos mal pagados, pues no podía aspirar a un buen empleo por su falta de preparación. Más tarde se unió a otro hombre equivocado que las golpeaba a ambas y volvió a huir, dejando atrás lo poco que había reunido. Su siguiente hombre, aunque nunca le pegó, estaba casado y sin perspectivas de abandonar a su esposa, por lo que le dejó. Cuando al fin alcanzaba la estabilidad con un hombre sereno que parecía quererla, su hija se había unido al club de los drogadictos. Y finalmente, para acabar de una forma cruel con su patética vida... el cáncer la estaba minando.
    (pobre mujer ahí está otra vez esa piedad qué extraño me duele mucho por ella qué me pasa debe ser esta funda humana debe ser que esta mierda de drogadicta aún la quiere y me trasmite sus sentimientos)
    Yo cuidaré de ti, te lo prometo...—le dijo ella, sonriéndole de nuevo.
    Teresa tuvo la extraña sensación de que la chica que había despertado en el hospital, no era la misma que salió de su casa aquella mañana, después de haberle robado impunemente y haber vomitado por toda su habitación. No comprendía bien lo que le estaba diciendo, pero le pareció comprender que era una promesa de cambio, y empezó a albergar esperanzas. Quizá ver la muerte de tan cerca, la había hecho reaccionar y al fin comprendía lo que ella había estado intentando decirle durante todo aquel año de amargura y desdichas. Quizá.
    Los médicos asistieron sorprendidos a una rápida recuperación de una adicta con sobredosis, con un cuerpo consumido por diversas sustancias que, como mínimo, debería estar en coma. Teresa lo atribuyó a sus fervientes oraciones.
    Pero no era Lea la que reposaba en aquella cama, soportando estoicamente los fuertes dolores y los temblores del síndrome de abstinencia. Era alguien muy distinto, que los soportaba con la valentía del que había sufrido muchas cosas (como las llamas del infierno que queman a fuego lento sin consumir jamás), y para quien sufrir aquel dolor significaba mérito (o al menos consideraba que se debía contabilizar como mérito)
    Cuando la sacaron de la UCI y Teresa habló con ella en persona por primera vez tras su hospitalización, ella le tomó la mano y le sonrió como había hecho a través del cristal. La mujer pensó que iba a derretirse, pero cuando la que ella creía su hija habló, sus palabras la inquietaron.
    Teresa, verás... sé que te sonara muy raro, pero tu hija... ha muerto... casi totalmente, pues conservo algunos recuerdos que le pertenecen. Se suicidó la noche de la sobredosis, ya sabes. Pero aquí estoy para ocupar su lugar, aunque no me portaré como ella, por supuesto. Ella te hacía sufrir mucho, lo sé. Yo te cuidaré. Pareces muy cansada, Teresa—la intentó consolar con voz dulce. Parecía completamente distinta de su hija, quien no podía controlar sus cambios de humor y la insultaba noche y día.
    Cariño, no te preocupes por mí. Todo saldrá bien. He rezado mucho para te dieras cuenta de que... de que ibas mal...y reaccionaras, y parece que me han escuchado allá arriba. Tú solo recupérate y vuelve conmigo a casa. Ya me encuentro mejor solo con verte tan... tan tranquila…tan centrada—respondió Teresa, con voz temblorosa y lágrimas bailando en los ojos, cuando después de aquel inesperado discurso pudo recuperar el habla.
    (es abnegada la quiere a pesar de lo que le ha hecho está bien tener una madre me gusta creo que me la quedo para mí que se joda la cerda de Lea no la merece)
    Vale, lo que tú digas—aceptó ella, con una gran sonrisa.
    Teresa salió un poco preocupada de aquella habitación y se dirigió a hablar con el médico, quien ya sabía que Lea hablaba de sí misma en tercera persona. Había pedido calmantes a las enfermeras para aquella guarra de mierda, porque los putos dolores los soportaba ella. También la habían escuchado gruñir o rugir cuando estaba inconsciente como si fuera una fiera, lo que inquietaba un poco al personal.
    Puede tratarse de daños cerebrales. Estos chicos se meten de todo, química pura o cortada, no conocen su composición. Su hija debería estar clínicamente muerta, señora. Lo cierto es que la veo muy bien... a pesar de los análisis que obtuvimos cuando ingresó...—la consoló el médico, moviendo la cabeza con pesar. A veces lamentaba tener que salvar la vida a ciertos elementos, que volverían sanos y salvos a la calle para continuar haciendo daño, pero había hecho un juramento que debía cumplir.
    Teresa asintió, dócilmente. Le daba igual que su hija se hubiera vuelto loca. Ni siquiera era violenta como antes de enloquecer. Le sonreía y le prometía cambiar. Era la hija que había esperado pacientemente durante el último año… en realidad durante muchos años, pues siempre había sido una niña rebelde debido a los golpes que le propinó la vida.
    Había regresado de la muerte algo cambiada, pero era la hija con quien siempre había soñado.

    (continuará después de Navidad)

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