Mi amigo, el escritor Javier García Martínez, no deja de idear proyectos. Sin explicarnos muy bien cuál es el alcance de esta idea, nos propuso a un grupo de amigos escritores realizar una serie de ejercicios cada fn de semana y después comentarlos y publicarlos en su blog. La única condición es que no excediera de unas 900 palabras y que se ajustara al tema que él nos indicara. Muchos aceptamos el reto, porque nos gusta escribir, básicamente. Mientras Javier maquina qué hacer con todas las historias que van surgiendo, compartiré con vosotros mis obras de fin de semana creativo.
La primera propuesta que nos hizo Javier fue: "Despiertas en un lugar que no conoces". A la luz de mi experiencia en Avalon Summer Faierie Fest, nació "La mejor cuentacuentos del Reino". Y aquí va mi relato corto.
LA MEJOR CUENTACUENTOS DEL REINO
Me despertó la brusca
sacudida de alguien que vociferaba: «¿De
dónde habéis salido? ¿Quien sois?»
Pensé que se había currado el disfraz, porque aquella peste que
desprendía su aliento, aquellos dientes ennegrecidos y el olor
corporal en general, no se improvisaban. Abrí los ojos como platos,
recordando que me había sentado un momento junto a la chimenea de
una pequeña sala, tras una jornada agotadora en el festival de
fantasía épica, donde había actuado de cuentacuentos, y me había
dormido. Pero aquella estancia no parecía la misma. Se veía nueva y
con las paredes oscurecidas por el humo, provocado por las antorchas
y las llamas del hogar. No comprendía nada.
— Ya veremos quién sois.—espetó aquel ser espantoso y maloliente, levantándome de un zarpazo.
Mientras
me arrastraba por los corredores iluminados por antorchas, supe que
no era un sueño. De alguna manera había viajado en el tiempo sin
ayuda de puertas, máquinas o cabinas telefónicas. Sin abandonarme
al pánico, pensé con rapidez, mientras el siervo me arrojaba a los
pies del señor del castillo, un hombre de mediana edad y aspecto
rudo, que me acusó de ser una espía de sus cruentos enemigos.
Yo
lo negué todo, y con la cabeza bien alta, defendí que era una
famosa cuentacuentos, llegada para amenizar el duro invierno, cuando
los combates se detenían y los días parecían interminables. El
señor me analizó de pies a cabeza. Yo no iba sucia, señal
inequívoca de que no procedía de un lugar lejano. Mi aplomo le
gustaba y mi profesión le convenía. Decidió darme una oportunidad,
pues siempre tendría tiempo de cortarme el cuello.
Aquella
misma noche comencé a contar una historia en el gran salón. Era una
novela, ambientada en la época medieval, que había escrito hacía
años y nunca me habían publicado. Les entusiasmó. Al modo de la
inteligente Scherezade, dejé el relato sin concluir, para conservar
mi vida hasta el siguiente día. Cuando todo el mundo se retiró a
dormir, yo me acomodé junto a la chimenea, para dormir e intentar
despertar en el siglo XXI, dejando aquel lugar y a sus habitantes
ansiando el final de mi historia, pero no regresé.
Sin
perder la esperanza, seguí contando mi historia la siguiente noche,
la concluí y comencé otra con igual éxito. Dormí junto a la
chimenea cada noche, pero continué viviendo en la Edad Media,
sobreviviendo en aquel mundo hostil y oliendo casi tan mal como los
hoscos habitantes del castillo. Sin duda era el tipo ideal de mujer,
pues era fuerte y valiente. En aquel mundo, una princesita meliflua
no duraría ni un asalto. Ayudé a las mujeres en sus duras tareas y
a los hombres en sofocar algunos asedios esporádicos que sufrimos
antes de que llegara el frío de verdad. Cargar haces de flechas,
cubos de pez y piedras para la defensa, subiendo a toda prisa los
escalones hasta las almenas, era mucho mejor que una sesión de
spinning.
Cuando
terminé mi repertorio propio, continué con el Arcipreste de Hita,
Chaucer, Bocaccio, Cervantes, Lópe de Vega, Calderón y Shakaspeare.
Todo aquello que sonara a medieval o renacentista me servía, y si
algo no recordaba, lo inventaba, ¿quién lo iba a saber?
Poco
a poco me gané una buena fama en el castillo, me premiaron con
vestiduras más apropiadas que mi raído disfraz, me obsequiaron
algunas joyas e incluso me dieron una estancia, que yo rechacé
porque seguía durmiendo junto a la chimenea. Si seguía allí, podía
morir de un resfriado, contraer la peste, el cólera o perecer en un
ataque al castillo. Debía volver a mi mundo, aunque cada vez me
sentía más importante en aquella comunidad. Antes era una simple
empleada en una oficina gris y ahora era la mejor cuentacuentos que
habían visto jamás.
Sin
duda, cuando dejaron de considerarme una espía, el señor del
castillo habría hecho valer sus prerrogativas conmigo, de no ser
porque uno de sus caballeros, un joven al que debía la vida, se
había interesado por mí. Aquel joven caballero siempre me alcanzaba
una copa de vino para aclarar mi garganta antes y después de ejercer
mi oficio. Se sentaba a mi lado durante las comidas y cuidaba un poco
su higiene, pues sabía que eso le hacía grato a mis ojos.
Finalmente, cuando se enfrentó a unos esbirros borrachos que
intentaron acorralarme en los oscuros pasillos, me ganó para
siempre.
Antes
de llegar a las mil y una noches en aquel mundo, dejé de apostarme
junto a la chimenea, para dormir con mi valiente caballero, con quien
me desposé al llegar la primavera.
Cuando
denunciaron su desaparición, buscaron por todo el castillo, por si
se había accidentado entre las ruinas, pero nunca la hallaron.
Pasado el tiempo, el cuñado del jefe de policía de la localidad,
que era arqueólogo, le visitó en la comisaría y vio un cartel con
la foto y los datos de una mujer desaparecida. Le contó que era muy
curioso, pues recientemente había hallado unas tumbas en los
alrededores del castillo. En una de ellas, tan elaborada que parecía
de un personaje principal, yacía una tal Catalina, hija de Martín,
la mejor cuentacuentos del Reino, que vivió en aquel lugar y sirvió
bien a tres generaciones de señores de aquel castillo.
El
jefe de policía se encogió de hombros, pensando que se trataba de
una simple casualidad, y no le dio la menor importancia.
Nos vemos en la próxima entrada.
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