Hola de nuevo, lectores y lectoras.
Se avecina un capítulo intenso y dramático. Lucifer, haciendo caso omiso a las instrucciones de no intervenir, acuciado por el intento del Infierno en pleno de destituirle por sus errores, utiliza a Adrian para provocar una tragedia en el hospital donde están ingresados Teresa y Simón. Sabe que son la debilidad de Liduvel, y que ella incurrirá en un grave error al intentar salvarles.
La decisión que toma Liduvel sorprenderá a todos los que la observan desde el Lado Luminoso y el Lado Oscuro. Yo de vosotros, no me lo perdería.
Hasta la próxima entrega, saludos a mis lectores y lectoras de España, Francia, Irlanda, Portugal, Ucrania, EEUU y Nicaragua.
26.
Para ejecutar una tarea que no
podía considerarse oficial y que de ninguna manera debía conocerse
por los altos estamentos del Lado Luminoso, decidió utilizar a un
ser humano, siempre tan útil, tan dispuesto a hacer el mal de forma
gratuita y sin motivo alguno.
Tenía muchos candidatos para
elegir entre los que ya habían inscrito su nombre en el libro negro
de los futuros residentes en el Infierno, pero tras un ligero repaso
a las posibilidades, fue al mismo Adrián a quien eligió. No le
costó ningún esfuerzo convencerle para vengarse a la vez de Lea y
de Simón.
A Adrián le bastaba un pequeño
empujón o una ligera iluminación para moverse: los suyos le habían
abandonado y había dejado de ser el líder del grupo. Recibir en
pocos días dos palizas de una chica que había sido su novia, les
había parecido suficiente motivo para apartarle del mando y de la
pandilla. Incluso su flamante novia Regina, deteriorada ya por el
consumo de varias sustancias, le había abandonado aquella misma
noche, despreciándole por su debilidad, y se había enrollado con
el nuevo jefe de la pandilla, que le garantizaba poder y dosis
gratis.
Adrián era un experto en robos
y en desastres varios desde tercero de primaria, por eso no le costó
nada conseguir el material necesario para su venganza y acceder al
sótano del hospital sin que nadie le viera. Reía como un idiota
cuando sacó de su mochila los «cócteles
molotov» que había
preparado con cuidado. Sabía que iba a morir mucha gente además de
Lea y Simón, pero eso no tenía ninguna importancia en aquel
momento. Ardía en deseos de venganza y el número de muertos solo
podía devolverle su prestigio perdido. ¡Lo que iba a presumir
delante de aquellos imbéciles de lo que había montado en el
hospital! Nunca más le cuestionarían como jefe.
Desde la oscuridad, Lucifer en
persona, le indicó con señales más que evidentes el lugar donde
podía arrojar los «cócteles
molotov» para hacer más
daño en la estructura del edificio y provocar más daños
personales y materiales, pero no le indicó por donde escapar cuando
todo estallara en llamas. Era solo un idiota fácil y prescindible.
Cuando todo estalló en llamas y
espantado se dio cuenta de que estaba atrapado, lo último que pensó
Adrián fue en lo estúpido que había sido, y en Lea, que le había
avisado de que su fin estaba próximo y que debía arrepentirse si
no quería conocer el terror infernal que había visto en sus ojos.
En su último segundo de vida supo que el fuego que le consumía
empezaba en aquel sótano, pero nunca terminaría.
— ¡LEEEEAAAAAAA!
¡ZORRAAAA! ¡MALDITA SEAAAAAAS!—
gritó con rabia cuando sintió todo el peso de
su error.
Un instante antes de que se
escucharan las explosiones, Liduvel lo sintió desde la segunda
planta. Era un calor insoportable que le quemaba las entrañas,
seguido por un frío glacial que la dejó sin fuerzas. La propia Lea
se quedó sin respiración, absorbiendo lo que ella sentía. Ahogó
un grito, pues supo que había empezado un ataque directo de las
fuerzas infernales.
Iban a por ella sin permitir
que asistiera al juicio, bajo la protección de un Tribunal
legalmente constituido. En el fondo lo había previsto, porque había
valorado todas las posibilidades. Ella podía defenderse, pero temía
que el fuego cruzado afectara a Teresa o a Simón, ya que ambos
estaban bajo el mismo techo, en aquel hospital, aparte del resto de
pacientes, personal sanitario y visitantes.
(por favor Daniel necesito ayuda
esto es el fin vienen a por mi y morirá mucha gente inocente)
(no sé
qué hacer Gabriel está reunido y yo no sé qué hacer)
(hay que activar alguna alarma y
sacarlos a todos del edificio antes de que el fuego se expanda los
ángeles de la guarda de todo aquel que esté bajo este techo deben
movilizarse ya te lo ruego avísales es urgente mucha gente inocente
va a morir no debían morir hoy se han saltado el protocolo sus
almas vagarán sin rumbo porque no les tocaba morir)
(lo
intentaré lo intentaré haré todo lo posible no me importa tener
las manos atadas esto es más importante que el protocolo)
Buscó algo para tapar a Teresa.
Aunque fuera ya no hacía frío, ella estaba débil y no debía
resfriarse. Sacó su bata del armario, y empezó a ponérsela sin
decir palabra, ante el asombro de la adormilada Teresa, que no le
había pedido ayuda para levantarse. Cuando ya salían al pasillo, se escuchó una
fuerte alarma y Liduvel esperó haberse anticipado lo suficiente
como para salvar todas las personas posibles, aunque quien más le
importaban eran Teresa y Simón.
El personal sanitario al
completo sintió cómo la sangre se les helaba en las venas. El
hospital estaba completamente lleno a aquellas horas, tanto de gente
ingresada en las plantas, como en visitas externas en los bajos. Los
quirófanos trabajaban a pleno rendimiento. Si la alarma resultaba
cierta, sería un desastre mayúsculo. Tomaron la alarma con
precaución, mientras pensaban por dónde evacuar a los enfermos.
La
gente salió a las puertas de las habitaciones, y hubo quien empezó
a salir del hospital, a pesar de que no se veía fuego ni humo que lo
delatara.
— ¡Repasemos
el plan
de evacuación mientras nos confirman que no es una falsa alarma!—
ordenó
la enfermera jefe a las demás, manteniendo la calma.
Entonces
se escucharon varias explosiones, que removieron los cimientos del
hospital. El plan de evacuación se dio por repasado y todo el
personal comenzó a moverse rápidamente como eficaces hormigas.
— ¡Los
que puedan andar sin ayuda, salgan con calma por las salidas de
emergencia! ¡Sigan las indicaciones en el pasillo!—
comenzaron a avisar de puerta en puerta,
arrastrando a los sobresaltados pacientes y a sus acompañantes.
— Cojan
los sueros y bajen por las escaleras. No usen los ascensores. Ni
siquiera sabemos donde está el fuego—
alertaron enfermeras y auxiliares, asomándose
a cada habitación. Si los enfermos no tenían acompañantes,
intentaban evacuarlos.
—¡Necesitamos
todas las sillas de ruedas! ¡Incluso las de las oficinas!—urgieron
los celadores, intentando poner a salvo los enfermos con menor
movilidad.
Liduvel no podía perder tiempo
en esperar una silla de ruedas. Le dio el suero a Teresa para que lo
sostuviera y la cogió en brazos, ante la sorpresa de la mujer, que
no creía que tuviera tanta fuerza. Una vez se planteó cómo había
movido los muebles para pintar, pero dejó de pensar en ello al
contemplar lo bien que había quedado la casa.
— No
te preocupes. Te sacaré de aquí—le
prometió, sudando copiosamente, no por el esfuerzo, ya que Teresa
era muy ligera, sino por el miedo que le transmitía a Lea por la
cercanía de Lucifer.
Atravesó el pasillo, a pesar de
la multitud de personas que huían hacia las salidas de emergencia.
Vio que el humo comenzaba a llegar al otro extremo. La
falsa alarma activada por Daniel se había anticipado unos pocos
minutos al verdadero fuego, salvando algunas vidas con ello. Teresa
se aferraba a su cuello con un brazo, mientras sostenía el suero
con la otra.
— Lea
¿qué pasa? ¿Por qué me habías puesto la bata y hemos salido antes de que
sonara la alarma?—preguntó
Teresa, asustada, sin saber qué pensar.
— Todo
esto es por mí culpa, Teresa. Van a por mí.
Pero no permitiré que te hagan daño—
confesó Liduvel, empujando a los de delante
para que se apresuraran. Muchos de ellos arrastraban los pies.
Estaban débiles. Sus cráneos sin cabello se veían brillantes de
sudor, pero ella no debía dejarse llevar por la compasión en ese
momento. Debía salvar a Teresa. Después ayudaría a los demás.
Ella era Liduvel, una diablesa primigenia, y contaba aún con
muchos poderes. Imprimiría toda la fuerza posible a Lea.
— Hija...
¿quién va a por tí? ¿Qué has hecho tú?—
indagó Teresa, asustada.
— Fugarme
del infierno, Teresa. Y eso no se perdona—
reveló Liduvel, pero Teresa pensó que estaba
hablando metafóricamente.
En ese instante, Liduvel tuvo la
desgraciada (o afortunada) idea de girar la cabeza hacia la unidad
pediátrica de oncología. La mayoría de niños estaban solos a
aquellas horas, pues sus padres estaban trabajando. Algunos de ellos
se habían lanzado a salir de allí, pero otros se mantenían al
fondo de la estancia que les servía de aula, como petrificados.
Liduvel les miró mientras pasaba, desolada, y se apresuró a sacar
de allí a Teresa, porque debía volver a por ellos. No podía
confiar en que los humanos se acordaran de rescatar a aquellos
desdichados.
(ayuda por favor ayuda esos
niños yo haré lo que pueda pero necesito toda la ayuda posible no
hay respuesta no hay respuesta ¿es que ahora no pueden intervenir?
Por favor por favor no es para mí lo que pido es por ellos)
Liduvel no podía saber que
tanto las miradas del Lado Luminoso como del Lado Oscuro estaban
fijas en aquel hospital. Los ángeles guardianes intentaban poner a
salvo a sus protegidos. Los ángeles oscuros se reían en sus caras,
aterrizaban y confundían a los pobres mortales para que corrieran
hacia las llamas, arrollaran a sus semejantes o se quedaran
paralizados por el miedo sin poder ponerse a salvo. Cualquier acción
de Daniel en ese momento se habría hecho demasiado evidente, por
eso sufría.
Bajaron tropezando por la
escalera de emergencias. El tobillo de Lea se lastimó y Liduvel
tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no cayera rodando y
arrastrara a otros desgraciados en su caída. Bajo, en la explanada
que servía como aparcamiento cuando el aparcamiento vallado estaba
lleno, ya se organizaban grupos de médicos y enfermeras que
ayudaban a los enfermos y exigían la ayuda de los acompañantes y
viandantes sorprendidos para colocarles y tranquilizarles. Liduvel
dejó a Teresa junto a un médico.
— Voy
a volver ahí dentro, Teresa. Tú quédate aquí, cuidarán de ti.
No te pasará nada.—le
dijo Liduvel, tocando con afecto su rostro helado.
— ¡No,
por favor! ¡Quédate conmigo! ¡NO puedes hacer nada, y yo te
necesito!—
le pidió Teresa sujetándola con sus escasas
fuerzas, pues temía no volver a verla.
— Hay
otros que me necesitan, Teresa, ojalá pudiera quedarme contigo,
pero tengo que sacar a los niños, y también a Simón.—
le dijo Liduvel, soltando sus manos crispadas—
Si ÉL quiere que vuelva a tu lado, lo haré.—
Y cuando lo dijo, miró hacia arriba para hacerse entender. Teresa
la soltó, asintiendo, con la terrible certeza de que ÉL no la
dejaría regresar a su lado. Siempre tuvo muy mala suerte, aquella
buena racha solo había sido un espejismo.
Liduvel le dio un impulsivo beso
en la mejilla y corrió a entrar de nuevo. Teresa arrancó a llorar
en cuanto supo que ella no podía verla.
Simón, enyesado y medio
inmovilizado como estaba, ayudó a su compañero de habitación, que
estaba en peor estado que él, con ambas piernas rotas y
escayoladas. Los chicos del equipo que estaban visitándole cuando
sonaron las alarmas, no querían o no podían separarse de él.
Estaban muy asustados. Pidió a los chicos más mayores que ayudasen
a salir a los compañeros más pequeños. Comenzaron a moverse hacia
las salidas de emergencia, recogiendo en su camino a una mujer que
había caído y no podía moverse debido al pánico. Los pasillos
estaban llenándose de humo y tosieron con fuerza. Simón hizo un
gran esfuerzo por seguir, incluso por respirar. No podía ayudarse
con su brazo roto, pero con el otro brazo y un gran dolor en el
pecho por su costilla rota, arrastraba a su aterrorizado compañero,
que se asía a él como única tabla de esperanza.
—¡Vamos,
chicos! ¡Vamos! Somos fuertes. Somos el mejor equipo de fútbol del
mundo. Ayudemos a los que nos necesitan. Saldremos en los
periódicos, chicos, y nos lloverán ayudas. Podremos comprar
equipajes y balones nuevos.—
les animó Simón haciéndose el fuerte, pero
lo cierto es que se sentía miserable por no poder hacer más.
Los chicos asintieron, pero en
ese momento se conformaban simplemente con salir vivos de allí,
porque se ahogaban de tos y apenas distinguían el cartel luminoso
de la salida de emergencia.
Chocaron contra alguien que
entraba precipitadamente, y la reconocieron por sus ojos encendidos y rojos, los mismos que habían visto centellear cuando
espantó a los camellos que les vendían droga. Ahora no tuvieron
miedo de sus terribles ojos, porque venía en su rescate.
— ¿Lea?—
preguntaron—Lea ¿donde está la
salida?—exclamaron
los primeros chicos, que sostenían a sus
compañeros más pequeños.
— ¡Por
aquí, por aquí! ¡Venid todos! ¡Seguidme!—les
gritó Liduvel, cogiendo a la mujer que
arrastraba un chico, descargándole de tal responsabilidad.
Simón le sonrió débilmente.
Verla le llenó de esperanza, porque ella tenía la fuerza
suficiente para sacarles de allí. Liduvel sintió pena por él, ya
que le vio dolorido y notó que se arrastraba con dificultad y le
faltaba el aire, pero aún así no tenía intención de soltar al
hombre al que había rescatado. Por ello, Liduvel imprimió toda la
fuerza posible a los brazos de Lea, para sostener también a aquel
hombre con su brazo libre. Era un gran esfuerzo de concentración,
porque los delgados brazos de Lea no eran capaces de arrastrar a dos
personas de bastante peso como aquellas. Pero debía esforzarse para
que Simón consiguiera salir. Y aprisa, porque los niños enfermos
no resistirían mucho tiempo más.
— ¡Venga,
Simón! ¡Sé fuerte! ¡Te necesitan! ¡Tienes que vivir! —
le urgió ella, mientras el cuerpo de Lea
estaba a punto de desfallecer.
Los dos enfermos que ella
sostenía, se miraban con sorpresa. ¿Cómo podía arrastrarlos una
chica de apariencia tan frágil?
Liduvel les guió a través de
pasillos que no podían ni ver. Los primeros chicos se cogían
firmemente a ella, y guiaban a los demás con las manos entrelazadas
entre ellos, para no perderse en el espeso humo. Así pudo sacarlos
hasta la escalera de incendios y al ansiado aire libre. Vio los
reflejos de las sirenas de los bomberos, que se acercaban a toda
velocidad, abriéndose paso entre los coches que se habían quedado
detenidos para observar el incendio y entorpecer cuanto pudieran.
Respiró aliviada, aquellos humanos preparados serían de gran
ayuda.
— Ya
estáis fuera, campeones. Respirad. Respirad hondo. El humo no os
habrá hecho mucho daño, pero si hay botellas de oxígeno libre,
pegad una esnifadita ¿de acuerdo?—
bromeó ella, dejándoles sentados en el suelo,
donde otras personas que no se animaban a entrar en el hospital, les
ayudaron a alejarse del edificio.
Simón la miró con admiración,
mientras ella se giraba de nuevo hacia la entrada. La suya era una
acción muy heroica, pero estaba arriesgando la vida de Lea, no la
suya, que era eterna. La cogió de una mano y la retuvo.
—¡No
vayas, Liduvel! Quizá tú no mueras, pero Lea morirá si entras de
nuevo. Te lo ruego. Ya has hecho mucho por los humanos. Seguro que
eso contará mucho para regresar a la Luz—le
pidió él en un susurro para que los chicos no le oyeran— Por
favor, debes conservar su vida.
Ella negó con la cabeza. Aunque
había empezado a respetar un poco a Lea, recordaba a los niños
enfermos y no podía quedarse allí por nada en el mundo, ni
siquiera por la salvación o perdición de su espíritu inmortal.
— Solo
un viaje más. Los bomberos ya están ahí, pero hay niños enfermos
de cáncer escondidos en su aula. No les verán con este humo,
Simón. No es por sumar méritos. Eso ya no me importa. Pero no hay
nada que me entristezca más en todo el universo que un niño
enfermo y desamparado—
le respondió Liduvel, con los ojos llenos de
lágrimas que no provocaba el humo.
Simón no distinguió ni rastro
de la diablesa ante él, sino a un ser compasivo y valiente
que quería arriesgar su vida por unos niños que quizá murieran de
todos modos, pero que jamás permitiría que murieran de una forma
tan cruel.
— Estás
hablando como un ser humano, amiga Liduvel, o aún mejor, como un
ángel custodio—
elogió Simón entonces, con lágrimas en los
ojos—
Ve con Dios, Liduvel— musitó Simón, de todo
corazón, porque presentía que era la última vez que la vería.
— ¡Gracias,
amigo! ¡En eso estoy!—
sonrió ella a través de sus lágrimas. Por
primera vez no pegó un respingo cuando escuchó aquel nombre.
Incluso ella notó este cambio. Quizá era una señal. Pero por si
era la última vez que veía a Simón, se dejó llevar por un
impulso y le dio un beso en la boca, para despedirse como debía.
Liduvel entró de nuevo, a pesar
del calor y del humo, y también a pesar de que algunas personas
intentaron con todas sus fuerzas hacerla desistir de su empeño
suicida. Viendo que no podían con ella, esperaron en la puerta,
inquietos por su suerte, mientras empezaban a comentar entre ellos
que habían visto como aquella chica sacaba en brazos a una mujer, y
después a un grupo de chicos y a varias personas ingresadas. Decían
que era una auténtica heroína, y que tenía la fuerza de dos
hombres.
— ¡No
puedes hacer nada por los que quedan dentro! ¡Hay demasiado humo!—
gimió una auxiliar de enfermería con quien se
cruzó. Había salido a duras penas del edificio arrastrando fuera
a una mujer y a su bebé en una silla de ruedas.
Los chicos del equipo de fútbol
comenzaron a gemir y llorar, y como todos lo hicieron al mismo
tiempo, nadie se burló de los demás por hacerlo. Simón les
consoló como pudo, y les aseguró que Lea saldría, porque debía
verles jugar en el campeonato local, y porque era bastante cabezota
para lograrlo.
Daniel había estado todo el
tiempo flotando junto a ella y viendo la dimensión del peligro, se
materializó. A aquellas alturas ya no le importaba que notaran su
intervención, porque muchos demonios estaban por allí enredando
cuanto podían. Como espíritu, él no sentía el humo que ahogaba a
Lea, la portadora de Liduvel. Por eso la guió como pudo a través
de los pasillos. Conocía el objetivo de Liduvel, pero como Simón,
pensaba que aquel humo acabaría matando a Lea, que era mortal y ya
estaba muy afectada.
— Debes
dejarlo, Liduvel. Lea morirá. Y tú serás culpable. Eres
responsable de ella... recuérdalo—
le pidió Daniel, intentando impedirle el paso
cuando el humo se espesó de tal forma que ella se ahogaba de tos.
Ella negó con la cabeza. Cubrió
la boca de Lea con un pañuelo y se esforzó por hacerla seguir. No
podía hablar, pero Daniel sabía lo que pasaba por la mente de la
diablesa.
(lo sé lo sé me rindo ya no
puede más sácala de aquí Daniel voy a salir de ella solo así
podré salvarles a todos)
— ¡Pero
no podrás volverte a meter en Lea! Y todavía no es tiempo de tu
juicio. No nos han avisado. ¿Qué será de tí?—
negó Daniel, asustado por la suerte de
Liduvel.
(no hay tiempo para pensarlo dos
veces esos niños merecen una oportunidad no morirán entre las
llamas no lo consentiré pobres almas tristes)
Liduvel se esforzó por salir de
Lea, como se había esforzando por entrar.
— ¡No,
por favor!—intentó
aún Daniel, antes de ver caer a Lea al suelo, inerte, mientras
Liduvel emergía de ella, tan brillante y hermosa como un ángel de
luz. Se quedó fascinado, con la boca abierta, mientras se agachaba
para coger a Lea en brazos.
— ¡Sálvala,
Daniel, por favor! ¡Sácala de aquí!—
le pidió Liduvel, con su preciosa voz
aterciopelada, que parecía música en sus oídos.
Cuando pudo reaccionar ante tal
visión, Daniel sujetó bien a Lea y la llevó flotando a través de
los pasillos, hasta que vio llegar a unos bomberos y la dejó en su
recorrido, para que la encontraran enseguida. Miró hacia atrás un
par de veces mientras regresaba sobre sus pasos para seguir a
Liduvel. Los bomberos la habían encontrado, y uno de ellos la
sacaba de allí sin dificultad. Él suspiró, aliviado. Lea se
salvaría y su muerte no caería sobre la conciencia de Liduvel.
La diablesa buscó con sus ojos
perfectos a través del humo. Se cruzó con un viejo conocido, al
que había engañado una vez en un callejón, no hacía mucho
tiempo. Era un ángel neutro, uno de los que trabajaban para ambos
Lados: un Ángel de la Muerte. La miró de soslayo mientras pasaba a
su lado, tocando a gente que había caído por los pasillos y se
había asfixiado. Supuso que estaría resentido contra ella, por
engañarle y no permitir que se llevara a Lea, pero el ángel no le
dijo nada. Era un trabajador incansable, discreto y sombrío, que
tenía demasiado trabajo para prestarle atención. Continuó
flotando por el pasillo, terco e implacable.
También se cruzó en su camino
con las almas confusas de humanos, que deambulaban sin saber a dónde
ir. Al verla, algunas almas intentaron retenerla, preguntarle hacia
donde iban o seguirla, pero ella negó con la cabeza.
— ¡No,
conmigo no! ¡Id hacia la Luz, siempre hacia la Luz!—
les indicó Liduvel, señalando un inmenso
chorro de luz que caía desde lo alto e inundaba el pasillo.
Se giró varias veces para ver
si aquellas almas perdidas se aclaraban y percibió satisfecha que
la mayoría alcanzaban el gran chorro de luz, el ascensor hacia la
sala intermedia, donde serían juzgados por sus actos y destinados a
su lugar definitivo. Pensó con creciente piedad que muchos no
lograrían llegar a la Luz definitiva, pues la gran mayoría de sus
actos habían sido malvados y egoístas.
Entre los desdichados destinados
al Infierno, si eran inteligentes, tenían mucha suerte y jugaban
bien sus cartas, saldrían los nuevos numerarios del Lado Oscuro.
Los demás se sumergirían en las diversas cámaras de tortura
(clasificados según la gravedad de sus errores) y los peores de
entre ellos irían a parar al pozo más hondo, el peor lugar del
infierno, donde se recibían descargas extras de fuego y sufrimiento
con cada rabieta de Lucifer (es decir, muy a menudo). No quiso
pensar en ello, pero ahora que pretendía abandonar el Infierno y su
identidad de diablesa, le pesaba que fueran tantos los allí
destinados.
Las llamas ya se acercaban
cuando llegó a los niños de la unidad pediátrica de oncología.
Estaban acurrucados en un rincón, abrazados unos a otros. Eran
cinco pequeños, y ninguno tenía más de diez años. Algunos habían
perdido el conocimiento, otros la miraron con admiración y temor.
— ¡Es
un ángel!—
señaló un chico, abriendo los ojos tanto como
le permitía el humo.
— ¡Qué
bonito es!—
exclamó una niña de grandes ojos verdes,
mirándola con éxtasis.
— ¡Es
el ángel de la guarda!—
musitó otra niña, al borde del desmayo.
— Os
sacaré de aquí. No tengáis miedo—
les animó Liduvel, con aquella voz tan
hermosa, que les hizo levantarse sin temor ninguno. Ella les cogió
a todos, a los conscientes y a los desmayados, y los llevó sin
dificultad por los pasillos, flotando por el aire.
Daniel sonrió al ver que su
plan había tenía éxito. Les siguió flotando. Sintió el peligro
que se cernía sobre ellos antes de que se produjera, y se abalanzó
hacia Liduvel, cubriendo totalmente a los niños que ella portaba.
Hubo una explosión y parte del techo del pasillo cayó sobre ellos.
Liduvel le miró agradecida, pues en su empeño de rescatar a los
niños, no había previsto la explosión. Continuaron su camino de
aquella forma, abrazados y con los niños protegidos por sus dos
espíritus poderosos, hasta que distinguieron a los bomberos, que se
habían retirado ante la deflagración y volvían al ataque en
cuanto vieron que las explosiones habían terminado. Entonces Daniel
se separó de Liduvel, para permitirle concluir sola su heroica
misión y no restarle méritos.
— Señorita,
todo el mérito es suyo—
bromeó él, intentando no parecer avergonzado,
inclinándose ante ella y cediéndole el paso.
— Muchas
gracias. Eres todo un caballero, humanamente hablando—
le sonrió ella, con aquella voz que le hacía
derretirse sobre los escombros.
Uno de los bomberos más
avanzados aún pudo distinguirla, brillante entre el humo, bellisima
y flotando con los niños en brazos. Pensó que el humo le estaba
afectando, y se sobresaltó aún más cuando ella le habló.
— No
se detenga por mí. Sáquelos rápido de aquí. Que respiren aire
limpio—
le urgió Liduvel, con su preciosa voz,
llenándolo de una sensación extraña, mezcla de bienestar e
inquietud.
El bombero cogió en brazos a
dos niños y llamó a sus compañeros para que le ayudara con los
demás. Los niños que aún estaban conscientes miraron hacia atrás
cuando les sacaban, para despedirse de su ángel salvador.
— Sed
buenos. Ser bueno siempre tiene su recompensa...—
se despidió ella, lanzándoles un beso
sincero, lleno de amor y piedad por ellos.
Ellos asintieron fascinados,
prometiéndolo de corazón. Tiempo después, ya recuperados, todos
los niños reflejaron en sus dibujos infantiles, de forma casi
idéntica, un ángel de alas oscuras, cabello rojo y hermosos ojos
rasgados de un brillante color rojo. Sus padres y todos aquellos que
vivieron el incendio, no dudaron jamás de que se había producido
un milagro para que los niños salieran con vida de aquel incendio,
pero a todos les extrañaba el peculiar e inquietante aspecto de
aquel ángel.
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario