Hola, lectores y lectoras. Vamos a acompañar a Liduvel en un nuevo capítulo de su apasionante historia. Una vez confesado su origen ante Simón, este se debate entre creerla o no. Sus problemas de fe tendrían una respuesta al fin. Por otro lado, los entes de ambos mundos toman partido. Una nueva batalla, mucho más discreta y silenciosa que la Gran Rebelión, se desatará en el mundo por su causa.
Hasta la próxima entrega, un saludo cordial.
13.
Daniel
continuaba presente cuando se mantuvo aquella conversación. Se había refugiado en
las sombras atemorizado por la inquietante presencia de Lucifer, que
le causaba auténtico pánico, pero Gabriel le había dado
instrucciones precisas para que tomara notas e imágenes de cuanto
hiciera o dijera Liduvel a partir de ese momento, y él cumplía con
su misión con toda precisión.
Mientras
escuchaba la conversación de Liduvel y Simón, sintió que había
alguien más rondando por allí. Se trataba de una presencia fétida
y poco tranquilizadora. Supo de inmediato que se trataba de un espía
como él, pero era un ser oscuro del otro Lado. Su colega y enemigo no se
presentó, permaneciendo oculto en las sombras y sin establecer
contacto, igual que él. Frunció el ceño y pensó que aquel espía misterioso haría algo más que tomar notas.
Conociendo la perfecta
organización de los demonios, a buen seguro habría sido designado
inmediatamente por Lucifer para estropear los planes de Liduvel, y
él no estaba dispuesto a permitir juego sucio en aquella
extraordinaria historia.
Tras la explicación de Liduvel,
que había resumido eones de miserable existencia en unos treinta
minutos humanos, Simón ya no sabía a qué atenerse. Llegó la hora
de la misa vespertina y sus habituales beatas le devolvieron a la
realidad. Se apresuró a prepararlo todo, pero estaba como ausente.
Las revelaciones de Liduvel le habían dejado perplejo. Para tratarse de
alucinaciones estaban tan bien construidas, tan vividas y sentidas
como nunca había visto. Además, se basaban en la revelación de
misterios reconocidos por su propia fe. Y no dejaba de valorar aquella
sensación extraña al mirar a los ojos a Liduvel. Era como mirar a
través de un cristal oscuro a lo largo de la historia. Podía ver
el infinito, el infierno y el cielo antiguo, limpio y puro, anterior
a la Gran Rebelión. Lo contempló estupefacto mientras Liduvel se
explicaba, resumiendo cuanto podía su desdichada vida. Era terrible
y a la vez maravilloso que aquel ángel caído arrepentido le
hubiera escogido precisamente a él como confidente y consejero... si es que en
verdad era un ángel caído y no simplemente una perturbada. Quería
creer, pero sentía que no debía ceder aún a su credulidad… o tener más
pruebas, quizá.
En la sacristía empezó a
descolgar sus vestiduras con aire ausente. El padre Leopoldo estaba
por allí, recogiendo algunos libros y le miró, preocupado.
— ¿Te
pasa algo, Simón? ¿Quieres que te sustituya? No te veo buena
cara—le
ofreció el padre Leopoldo, cuando le
vio vestirse el alba al revés.
— Lo
siento... He estado toda la tarde
conversando con una chica que ha dejado las drogas, pero al parecer
le han dejado serias secuelas. La verdad es que me siento un poco
fatigado...—confesó
Simón con voz cansada.
— Ya
veo. Trnquilo. Déjalo y descansa un poco. Mañana das tú mi
misa..—ofreció
Leopoldo, que apreciaba todo el mérito de sus buenas acciones con
drogadictos y delincuentes. Él les temía y no era capaz de
enfrentarse cada día a ellos. Por eso admiraba a Simón.
— Gracias,
Leo, te lo agradezco mucho. Tengo que reflexionar...—aceptó
él, palmeando su hombro.
Salió al aire frío de la
tarde. Había anochecido ya, y al poco rato de pasear sin rumbo
fijo, sentado en un banco, encontró un hombre de aspecto siniestro.
Se fijo de inmediato en él porque poseía un radar especial para captar
a distancia gente extraña o potencialmente peligrosa. No podía determinar su
edad, vestía completamente de negro y su cabello era tan espeso y
negro como su traje, por eso su piel blanca y sus ojos claros
parecían resplandecer en la noche. Sintió su extraño y fuerte
olor desde lejos. Le recordaba al que había notado tras la
explosión en el callejón y en la iglesia. No se apartó de él
aunque le inquietara su presencia. No le parecía caritativo
apartarse de la gente diferente, aunque estaba totalmente alerta.
— Buenas
tardes, padre Simón. ¿Puede atenderme
un instante?—le
abordó el extraño con una voz
empalagosa y la familiaridad de alguien conocido, pero no era un
feligrés, pues le recordaría. No tenía tantos como para no
recordar sus caras e incluso casi todos sus nombres.
— Buenas
tardes. Por supuesto. Dígame...—aceptó
él, deteniéndose con el corazón en un puño.
— Esta
tarde ha estado usted hablando en la iglesia con una chica muy rara,
¿verdad? Es precisamente de ella de quien le tengo que
hablar...—inició
el hombre entre susurros, mirando a su alrededor con recelo, como si
temiera que alguien sorprendiera su secreto.
— Sí,
es cierto... ¿La conoce?—confirmó Simón con recelo, temiendo lo que pudiera revelarle.
— No
se tome en serio lo que le diga. Está seriamente perturbada, ya
sabe, las drogas han afectado a su cerebro. Ella piensa que es
cierto todo lo que cuenta, pero todo es producto de su imaginación.
Su pobre madre no quiere ingresarla, pero esto no le hará ningún
bien. Ahora intenta complicarle la vida a usted, y no me parece
justo. Debería mover hilos para que la ingresen en un psiquiátrico
antes de que haga daño a alguien. Usted es tan amable y tan
caritativo al escucharla… pero si esa chica hace alguna
barbaridad, pesará sobre su conciencia. Piénselo, padre Simón.
Estos drogadictos nunca vuelven a ser plenamente normales. Nunca.
Las drogas afectan al cerebro... a la voluntad... Cuando uno se
descuida, han perpetrado una matanza…Usted no quisiera ser
cómplice de un hecho semejante...—le
dijo el extraño con una voz envolvente
y cargada de verdad, poniendo voz a sus propios temores.
— Gracias
por su interés. Pensaré en ello—asintió Simón. Quería deshacerse de él sin darle argumentos para continuar la conversación, pues le producía escalofríos.
El hombre sonrió cordialmente, aunque su sonrisa parecía feroz y
no tenía nada de amable.
Simón le siguió con la mirada
hasta que se perdió en las sombras de un callejón. Suspiró
aliviado. Aquel extraño feligrés le devolvía a la realidad y ponía voz a sus temores, pero en el fondo él
deseaba creer, pues sus íntimos problemas de fe tendrían al fin
una respuesta.
Por ello, el efecto que causó
aquel ser inquietante fue justamente el contrario al deseado. Simón
decidió que observaría estrechamente a aquella chica extraña, a
quien, por algún motivo, creía más que al hombre pálido. Quería
desesperadamente creer en el ángel caído Liduvel y en su historia.
Sería maravilloso tener finalmente la absoluta certeza de que eran
reales los pilares de su fe.
Daniel
apretó los puños con rabia contenida. No debía dar muestras de
ira, pues él aún seguía a prueba, y anotó con todo detalle ese
extraño encuentro. Como sabía que Liduvel estaba a salvo en su
casa, ayudando a la madre de Lea, se apresuró a pasar un informe
rápido y resumido a Gabriel, porque sus contrincantes empezaban
pronto a jugar sucio, aunque – seguramente gracias a la influencia
de ÉL - no parecía haber causado mucho efecto en Simón, justo
todo lo contrario.
— Habla
entre susurros, viste completamente de negro,
pelo oscuro, piel muy blanca y ojos claros. Sé de quién se trata.
Lucifer se ha apresurado a sacar la artillería pesada. Él no es
un mero numerario meritorio, como tú, por ejemplo. Es Databiel, un
demonio menor de dudoso origen, aunque las malas lenguas dicen que
es hijo del mismo Lucifer, y al igual que su padre, es
extremadamente astuto... Suele atacar con verdades que duelen y
revestir mentiras para que parezcan verdaderas. Su estilo no es nada
espectacular, pero terriblemente efectivo—asintió
Gabriel cuando leyó el informe, contrariado por la rápida jugada
sucia de Lucifer, aunque sonrió ante el escaso o nulo efecto del
ataque.
— ¿Y
qué vamos a hacer al respecto? Perdone mi atrevimiento, señor,
pero no es justo—declaró
indignado Daniel.
— ¡No!
¡No!—movió
la cabeza Gabriel con cierta condescendencia. Pasó su brazo
amistoso por los hombros del meritorio—Veo
que has tomado partido, amigo mío. No debes hacerlo. Para ser mi
ayudante e informante debes ser absolutamente imparcial...—le
regañó suavemente.
Daniel
bajó la cabeza, avergonzado de haber caído en aquel defecto. Tal
vez aquello le perjudicara, pero Liduvel le había caído
inesperadamente bien, al contrario de lo que le ocurría con todos
los miembros del Lado Oscuro. Admiraba profundamente su intención
de desafiar al Infierno para volver a la luz.
— Lo
siento, señor. No puedo evitarlo. Aún no he podido desprenderme de
mis sentimientos humanos... —musitó
Daniel a modo de disculpa.
Gabriel
reprimió una sonrisa abierta, pues era imprescindible hacerse
respetar por sus numerarios, pero comprendía sus sentimientos mejor
que él.
— Lo sé,
amigo mío, y no lo veas como un defecto, sino como una virtud. Pero
nosotros debemos jugar limpio. Liduvel debe
enfrentarse sola a muchas dificultades. Esta será solo una
dificultad añadida...—señaló
Gabriel, sin enojarse con Daniel.
Daniel
asintió, pero en lo más hondo de su alma humana, estaba decidido a
hacer algo al respecto. Ya se había implicado en el caso al
elaborar aquellos informes claramente favorables. Podía omitir las
pequeñas ayudas que le prestara a Liduvel. Omitir no era lo mismo
mentir. Eso lo aprendió cuando aún vivía sobre la Tierra.
(continuará)
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