Este proyecto se me metió entre ceja y ceja, y aunque un amigo escritor intentó disuadirme con la mejor intención, por si resultaba plagiada, yo deseaba unirme a esos grandes escritores de siglos pasados, cuyas obras se publicaron capítulo a capítulo en periódicos y revistas. Como los tiempos cambian, elegí mi propio blog en lugar de algún periódico, y la obra elegida para este proyecto es "Una fugitiva un tanto especial".
Esta novela data de 2004, pero como todas mis obras, ha ido evolucionando conmigo, mientras la revisaba una y otra vez. Para posibles plagiadores les advierto que está registrada en el Registro de la Propiedad Intelectual con el número de asiento 09/2205/353.
En cuanto al argumento, ya lo veréis, es bastante especial: Una diablesa, harta de su miserable vida, arrastrándose entre el infierno y el mundo, decide desertar de las tropas infernales. Para ello se le ocurre que podría poseer el cuerpo de una chica y empezar a hacer buenas acciones, para demostrar que puede comportarse como un ángel del lado luminoso y ganar así su ascenso a un mundo mejor. Esta fuga pasa desapercibida al principio, siendo detectada por un humilde aspirante a ángel, y despertando el interés de Gabriel y del mismo Lucifer, que observarán e intervendrán en sus planes de forma más o menos llamativa.
¿Os parece atractivo para empezar? Pues a continuación podéis empezar a disfrutarla. Intentaré colgar un capítulo a la semana, con una o dos interrupciones navideñas para compartir con vosotros mis cuentos navideños, que también tengo.
Besos, lectores y lectoras. Espero vuestras sinceras opiniones.
1.
Lea avanzaba penosamente,
arrastrando los pies. No percibía nada que pudiera ocurrir a su
alrededor... solo sentía su propio dolor, su fatiga mortal, su
deseo de llegar a un lugar concreto para detenerse y dar fin a su
angustia. No escuchó el frenazo de un coche a pocos metros de ella,
ni la discusión a gritos en el segundo piso del edificio azul, ni
los ronroneos de las prostitutas dirigidos a sus posibles clientes
en la esquina de la plaza. A Lea todo le importaba un carajo. El
dolor le mordía por todo el cuerpo y sentía muchísimo frío. No
había escogido el momento conscientemente, pero aquella fría y
desapacible noche invernal era perfecta para terminar de una vez con
su puñetera miseria. Hasta aquella misma semana había mantenido el
tipo, con un logrado toque de relativa calma y normalidad, aderezado
por una buena organización. Había fingido perfectamente sentirse
satisfecha de sí misma a pesar de todos los problemas que sufría
por culpa de sus adicciones. Había desesperado a su familia y
amigos con aquellos «préstamos»
sin posibilidad alguna de devolución, sus frecuentes robos y lo que
era peor, sus amargos y frecuentes ataques de ira descontrolada.
Todo aquel cúmulo de errores
finalmente la habían dejado completamente sola, a excepción de su
desesperante madre, que aún no había renunciado a redimirla, y por
supuesto sus suministradores, los únicos que buscaban su compañía,
siempre y cuando tuviera dinero fresco.
Sus estudios habían quedado
abandonados. Incluso su actual novio, quien se mantenía aún muy
entero a pesar de sus adicciones varias, había roto con ella porque
«le
provocaba nauseas con un aspecto sucio y esquelético». Se
había buscado otra novia tan joven como ella, pero fresca, recién
enganchada al éxtasis y la cocaína. Aquella incauta tenía el
mismo aspecto que ella, un año atrás: una niñata idiota, aburrida
y ansiosa por probarlo todo, segura de que podía dejarlo en el
momento en que ella decidiera.
—¡Qué
más quisieras, zorra!—masculló
Lea entre dientes—¡Estarás
como yo dentro de un año, y luego se buscará otra, si es que él
mismo no ha palmado!—escupió
Lea con rabia, imaginándola perfectamente hundida en la miseria.
Pero lo que verdaderamente había
determinado el fin de su corta carrera de dieciséis años de
errores... había sido un diagnóstico médico que ni siquiera era
suyo. Mientras registraba toda la casa para robarle una vez más a
su madre, lo encontró en un cajón, como si la hubiera estado
esperando allí para ser descubierto. Primero no se fijó en él y
lo tiró al suelo junto con la ropa y los estúpidos collares de
bisutería del joyerito, por los que no le darían ni un céntimo...
pero volvió sobre aquel papel porque le pareció haber visto de
pasada una palabra desagradable: cáncer. Lo poco que le quedaba de
humano en aquel cerebro deformado, se preocupó y por un momento
dejó de buscar su botín. Se arrodilló en el suelo, revolvió
entre la ropa, lo encontró y lo leyó de nuevo. Lo tuvo que leer
hasta cinco veces para poder descifrar lo que significaba, pues
tenía la vista turbia, y el cerebro en descompresión: su madre
estaba muriéndose, ni siquiera recomendaban operación (que era lo
que normalmente salvaba a la gente) porque podría fallarle el
corazón y morir en el quirófano, y por añadidura se
desaconsejaban tratamientos agresivos por la debilidad y la anemia
que sufría, ya que le causaría más daño que bien. Solo recetaban
calmantes… ¡solo calmantes!
Soltó el papel y vomitó allí
mismo, sobre la ropa y la bisutería de su madre. Podía pasar de
ella, gritarle, robarle, provocarla con sus insultos y sus ataques
de mal genio, podía incluso pegarle si se oponía a sus
exigencias... pero si la perdía, lo habría perdido todo en el
mundo. A causa de su nueva vida se había relacionado con gente sin
techo, gente que vivía entre cartones y moría en los basureros,
anónimamente. Pero ella se consideraba superior a ellos. Pertenecía
aún a la aristocracia de los drogadictos: los que aún vivían en
casa sangrando a sus padres o a sus parejas, maltratándoles, pero
con una dosis garantizada de uno u otro modo. Ella siempre había
presumido de su vieja, la que trabajaba horas y horas limpiando en
varios sitios, para que a ella no le faltase de nada. Si ella se
moría, se acabó la gallina de los huevos de oro. Sus amigos la
habían abandonado. No podría costearse el vicio, no podría pagar
los gastos de la casa, ni siquiera comer, la echarían a la calle y
finalmente ya no le quedaría ni el resto ínfimo de dignidad, ni
podría fingir como ahora que era una persona normal. Una sin-techo
más, condenada a robar cada día o a prostituirse, cuando ella
había despreciado a aquellas chicas patéticas que deambulaban como
fantasmas entre las sombras del Parque de los Románticos,
vendiéndose por una dosis.
Por todo ello, lo único que
pudo procesar su mente enferma es que debía recoger todo el dinero
que pudiera, robar el resto y comprar la dosis más pura que pudiera
hallar. Normalmente con esa dosis y añadidos varios, podían
haberse hecho al menos cinco o seis buenas dosis. Pero ella tenía
suficiente para un último y gran viaje. Se largaría antes que su
vieja, por la puerta grande. No se quedaría en la calle, como
aquellos colegas a los que habían recogido como sacos de basura y
cuyos cuerpos nadie reclamaba.
Llegó trastabillando a aquel
callejón oscuro, de paredes húmedas y mohosas, con el suelo
cubierto de basuras, donde las cucarachas y las ratas competían por
las sobras con mendigos y adictos terminales. Pensó, con un amargo
toque de ironía, que aquel era el lugar donde menos hubiera deseado
terminar sus días... donde debido al olor de porquería, el olor de
su cadáver no se distinguiría en unos cuantos días. Después se
resignó. El fin justo para una vida absurda. Ahora mismo le
importaba un bledo el sufrimiento de su madre. Pensó que se
sentiría más aliviada si ella se quitaba de en medio, pensando que
se reuniría con ella en una vida mejor.
Pero lo que Lea pensaba que
había sido reflexionado y salido de su voluntad, una vez más había
sido inducido por alguien más fuerte y mucho más poderoso que
ella.
La había estado observando
durante los últimos meses y había decidido que era perfecta para
lograr su objetivo. Aquel ser intrigante y oscuro la sumergió en la
desesperación sin ningún problema, ayudada por la droga que le
provocaba paranoias y por todo el mundo se había apartado de ella
al verla caer. Fue muy sencillo emparejar a su actual «novio»
con una zorra descerebrada, para que él también la abandonara. Por
último, dejó a mano aquel informe médico que su madre había
escondido bien, para asestarle el golpe definitivo. Era demasiado
estúpida y cobarde como para seguir adelante sola en el mundo.
Todo estaba dispuesto para
perpetrar su plan aquella noche, pero le disgustó que su víctima
fuera a terminar precisamente en aquel callejón inmundo. Para su
consuelo, pensó que aquel lugar despistaría a sus posibles
buscadores. Hubiera preferido elegir para tal fin un hermoso parque,
con el suelo cubierto de hojas rojizas que volaran con el viento,
todo ello bañado por la fresca luz del atardecer. Deformación
profesional. Siempre buscaba la belleza sin par de aquel mundo para
enmarcar de forma plástica el trágico fin de sus víctimas. Era
mil veces más estético. Pero la hora había llegado y su víctima
no podía dar un paso más. Se resignó con aire fastidiado.
Lea preparó la jeringuilla,
mientras aquella presencia se agazapaba a su lado, esperando con
ojos iluminados por la curiosidad y una gran dosis de crueldad. La
mano le temblaba tanto que estuvo a punto de echar a perder la dosis
mientras la preparaba, pero aquella fuerza extraña sostuvo con
firmeza su sucia mano y la ayudó en aquel terrible momento. Lea se
dio cuenta de aquella ayuda extraordinaria que no podía explicarse
y sonrió con ojos extraviados.
Cuando tuvo la muerte en estado
líquido dentro de su jeringuilla, respiró hondo y buscó una vena
a duras penas. Tenía el brazo agarrotado y las venas duras como
piedras. Apenas podía distinguir un pequeño espacio donde
clavarla, pero «algo»
guió de nuevo su mano con firmeza, y acertó de pleno en el lugar
apropiado.
Había alguien más en el
callejón: un ente incorpóreo, una presencia oscura. Un soplo de
aire frío reveló su tenebrosa presencia, pero no se sobresaltó en
absoluto, pues estaba esperándole. Se trataba de un ser silencioso
que no vivía ni en la Luz ni en la Oscuridad, flotando entre los
dos mundos y trabajando sin descanso: un Ángel de la Muerte, un
viejo conocido con el que no mantenía una relación cordial, pues
siempre se cruzaban en el camino sin hablarse. Incluso le había
parecido ver en su mirada un reproche silencioso por su trabajo,
induciendo a la muerte a los desgraciados humanos. Pero quizá solo
se trataba de imaginaciones suyas, pues aquel ser frío cumplía
estrictamente con su deber sin mostrar ningún tipo de piedad por
los seres humanos. Su presencia en aquel lugar era simplemente el
último obstáculo a salvar. Y eso sería muy fácil, porque no
cabía esperar que el destino cambiara aquella noche de una forma
tan absurda.
— Hoy
no le toca acompañarte. Saldrá de esta. Parece ser que hay otros
planes para ella...—
le
detuvo con voz firme, lo suficientemente convincente.
El ángel de la muerte se
extrañó, pues había sido llamado para actuar en aquel callejón,
pero, después de todo... ¿por qué tendría que mentirle?. El
único objetivo de su existencia consistía en arrastrar a sus
víctimas al abismo, induciéndoles al suicidio.
Tras reflexionar un instante
sobre el imprevisto cambio de planes, aquella presencia fría se
alejó en silencio, discretamente, como siempre actuaba desde el
principio de los tiempos. Suspiró y sonrió ampliamente. Obstáculo
salvado.
Mientras la droga penetraba y
recorría a gran velocidad sus venas, inundando todo su cuerpo con
una sensación de vivo calor seguido de un frío mortal, Lea aún
pudo distinguir ante ella a una criatura bellísima, que batía
elegantemente sus grandes y oscuras alas, con sus largos cabellos
rojos como el fuego. Aquella criatura la miraba con unos ojos
burlones, grandes y rasgados, de un color rojo tan intenso como su
cabello, esbozando una gran sonrisa despectiva.
—¡Joder!
¡Qué ángel de la guarda más raro tengo!—farfulló
Lea con voz pastosa antes de que la cabeza cayera sin vida sobre el
pecho, y el brazo cayera sobre el charco maloliente que había
formado una bolsa de basura.
—“¡Raro!”,
dice la asquerosa mortal. Soy lo más hermoso que has visto en tu
vida, ¡pero gracias por prestarme tu cuerpo, imbécil!—musitó
aquel ser oscuro, masticando las palabras con vivo desprecio.
Al mismo tiempo que la vida
abandonaba a Lea a golpe de espasmos y temblores, ella entró a
empujones en aquel cuerpo consumido y enfermo. Debía conservar un
resto ínfimo de vida en ella para facilitar los movimientos y
conservar sus recuerdos, pues le vendrían bien para camuflarse de
manera convincente durante un tiempo y cumplir así sus planes. Le
costó mucho esfuerzo introducirse, pues le faltaba experiencia, ya
que no había poseído más que un par de cuerpos a lo largo de la
eternidad, uno de ellos el de un cerdo (lo cual, visto con la
perspectiva que concede el tiempo, le parecía un poco estúpido,
pero no tan maloliente como este cuerpo). Sabía perfectamente que
al introducirse en ella, sentiría todo el dolor de aquella
criatura, pero aún así los aguijonazos la hicieron temblar y
gemir con voz gutural. También sabía que debía mover aquel cuerpo
rápidamente, porque si se quedaba quieto, la muerte era
prácticamente inmediata. Le arrancó la jeringuilla del brazo
inerte y la lanzó lejos, moviendo aquel brazo ajeno con gran
esfuerzo, como si pesara kilos y kilos, aunque no era más que piel
y huesos.
Los mendigos y drogadictos que
poblaban el callejón no habían reparado apenas en la presencia de
Lea. Todo les parecía normal hasta el momento en que aquella
basurilla gritó como un barítono quemándose en el infierno,
levantándose con un salto extravagante, como si fuera una gran
marioneta accionada por hilos invisibles. Aquel fardo envuelto en
ropas sucias empezó a agitarse con espuma en la boca y se sujetó a
la reja de una ventana para sostenerse en pie, resbalando sobre los
charcos y provocando una estampida de ratones, que huyeron asustados
en todas direcciones.
—¡Ayuda!
¡Necesito un hospital! ¿Dónde hay un hospital?—farfulló
con una voz extraña, gutural, que tanto se diferenciaba de su voz
suave y sugerente. La confusión de su víctima se había apoderado
de su poderosa mente, porque sabía de sobra que había un hospital
muy cerca. Se sentía muy desorientada y ni siquiera veía con
claridad a través de aquellos ojos animales.
—¡Que
te den por culo!
—¡Déjame
dormir, tía!
— ¿Qué
coño te pasa? ¡Déjanos en paz!
Se dio cuenta de que nadie allí
la ayudaría, porque ni podían ni querían hacerlo. Conociendo al
género humano como lo conocía, debía hallar a alguien muy
compasivo, porque un guiñapo en su estado, espantaría al más
pintado. Salió como pudo de allí, apoyándose en las paredes,
tropezando con las basuras, cayendo y volviendo a levantarse con una
lentitud propia de pesadilla (ella sabía mucho de pesadillas, pues
se divertía provocándolas en sus víctimas). El tiempo jugaba en
su contra. Salió a la calle principal, pidiendo a gritos que la
ayudaran. Estiraba los brazos con una mirada turbia, trastabillaba,
caía y volvía a levantarse. Como esperaba, la gente que a esas
horas se atrevía a pasar por aquel rincón del barrio, se apartaba
de ella con horror.
— ¡Por
favor, ayuda! ¡Por favor! ¡Se muere! ¿No lo entienden? ¡Se
muere!—gritó,
refiriéndose a su víctima, por supuesto, puesto que ella era
inmortal. Se agarró de un hombre que soltó sus manos con auténtica
repulsión—¡Todo
es inútil! ¡Qué imbécil! ¡Me he equivocado! ¡Mi plan al
traste!—gimió
por fin, cayéndose de rodillas en mitad de la acera.
(todos se equivocan incluso
nosotros nos equivocamos no somos DIOS)
Debería dejar morir a aquella
cerda y salir rápidamente fuera de su funda, antes de que se
enterara nadie. No era difícil. Eso retrasaría un poco su plan,
pero no supondría un impedimento absoluto para su fuga.
(saliendo de esta apestosa como
alma que lleva el diablo ja ja ja buen chiste)
Si se llegaban a enterar sus
superiores, le caería un buen castigo por ejercer la posesión sin
el correspondiente permiso administrativo, pero poca cosa. Poseer un
ser humano era considerado en su mundo poco más que una simple
gamberrada. Lo que le daba más rabia es que había estado a punto
de conseguir su objetivo aquella misma noche, y que todos sus
estudios sobre la vida y andanzas de aquel ser nauseabundo habían
sido una pérdida de tiempo.
Pensaba en salir flotando de
allí y abandonarla a su suerte, cuando alguien sujetó aquel cuerpo
medio muerto por sus ropas sucias y mojadas y lo levantó con
fuerza.
— ¡Camina,
venga! ¡No te pares! ¿Qué has hecho, Dios mío? ¿Qué has
hecho?—le
dijo alguien con voz firme, llena de conocimiento.
Ella siseó apretando los
dientes e intentado evitar que él se diera cuenta del respingo que
le produjeron sus palabras. ¡Con qué maldita facilidad decían SU
nombre! ¿Por qué aquellos malditos humanos no LE trataban con el
debido respeto? Se esforzó para levantar aquella pesada cabeza y
le miró al rostro. Era un hombre aún joven y bastante guapo, de
rostro cuadrado y cejas pobladas enmarcando unos ojos claros y
grandes. Pero había algo que no cuadraba en su corte de pelo (muy
clásico), en su ropa (demasiado severa para su edad) y en su
cuello...
—¡No
me jodas! ¿Un alzacuellos?—farfulló
ella con voz fangosa, clavando su mirada borrosa en aquel símbolo,
que se distinguía por encima del cuello de un abrigo oscuro y
descolorido, pasado de moda.
— Sí,
hija, un alzacuellos. Voy a intentar salvarte. Nadie más lo hará
hoy, así que déjate ayudar y no te pares a pensar en confesiones
religiosas...—le
dijo él, haciendo un esfuerzo por arrastrarla, casi a peso muerto.
Ella hizo aquel esfuerzo por
Lea, quien a esas alturas ya no podía mover ni un dedo. Apoyó las
piernas en el suelo e intentó caminar con todas sus fuerzas. Se
concentró, una pierna primero, otra después, concentración
absoluta arrastrando aquella pesada carga.
— Bien,
eso es. Un esfuerzo más y llegamos al hospital. Está aquí cerca.
Si no te dejas vencer, aún puedes salir de esta. Por esta
vez...—murmuró
él, animándola, sintiéndose un poco aliviado de su peso. Tenía
una voz dulce, y no parecía incómodo por el olor a basura que
despedía. Era un buen hombre, y cuando se centró un poco y su
visión se aclaró, creyó reconocerlo, a pesar de aquellos ojos
desenfocados.
—¿Simón?
¿Eres tú, Simón?—musitó
ella, al borde del desmayo.
— Sí,
me llamo Simón. ¿Te conozco?—asintió
él, mientras cruzaban la calle trastabillando y varios coches les
increpaban tocando el claxon. A nadie le importaba que un puñetero
cura arrastrara a una drogadicta moribunda hacia el hospital. Todos
tenían suficientes problemas para pararse a pensar en eso.
— Te
co-noz-co. Eres u-no de mis po-cos fra-casos...—siseó
ella, esforzándose en concentrarse y continuar moviendo aquellas
piernas.
— Sí,
claro, y tú debes ser uno de mis muchos fracasos——intentó
bromear él, y su sonrisa era aún más dulce que su voz.
— Gra-cias,
S-simón—susurró
ella, antes de perder de vista el mundo y de que él la cogiera en
brazos, casi en la entrada del hospital.